«Las palabras del General» Capítulo 1

  1. El General

El General era un hombre sabio. Tenía setenta carreras, claro que en Oasí una carrera duraba sólo una semana. Estaba licenciado en apertura española y gambito danés. Se diplomó en enroque largo y también en dobletes de caballo, habiendo realizado la tesis doctoral sobre el jaque mate a dos torres. Todas sus carreras estaban relacionadas con el ajedrez. Pocas personas gozaban de la sabiduría del General.

Serenio, el jardinero, venía siendo su fiel contrincante desde hacía veintisiete años y aquellas partidas de ajedrez eran conocidas en todo el Estado, teniendo lugar todas las mañanas en el Cuartel General del Ejército de Oasí. Serenio jugaba con el pundonor digno de un soldado valeroso pero jamás, en veintisiete años, logró ganar una sola partida. Tan sólo una vez que al General tenía una migraña espantosa consiguió quedar en tablas, tras una larga y dura contienda. Semejante revés llevó al General a concluir siete nuevas licenciaturas.

A pesar de todo Serenio, que sólo tenía catorce carreras y ni siquiera se había doctorado, estaba convencido de que algún día conseguiría ganar al General y sólo le asustaba la vehemencia con que pondría tirar al rey al saberse derrotado.

Habitualmente, ambos rivales jugaban la partida en la habitación del General, por ser considerada terreno neutral —sobre todo por el propio General—. Si hacía bueno sacaban el tablero al jardín, cosa que al oficial no convencía del todo por ser un lugar con el que su rival estaba bastante más familiarizado. Sólo cuando alguna partida se tornaba interesante, ambos decidían jugarse el todo por el todo en público, trasladando el tablero hasta el pabellón de tropa. De este modo contaban con más espectadores que los estirados lirios y las oscuras pilistras de los parterres.

Aquella mañana el General se levantó y desayunó en la cocina muy tranquilo:  tostadas, zumo de naranja y café solo, mientras repasaba un periódico de hacía varias semanas. Cuando terminó el almuerzo, se levantó y abrió la puerta de una enorme nevera AEG, eligiendo una manzana tan roja como la de la bruja de Blancanieves, a la que dio un mordisco gigante que hizo restañar sus jugos helados por su barbilla recién afeitada. Todavía con la guerrera desabrochada y toda la boca llena de fruta, avisó a Serenio, a voces desde la ventana, para que comenzara su trabajo. El jardinero llegó minutos más tarde portando la caja de las fichas en la mano derecha y el tablero cuadriculado de ajedrez en la otra.

—Buenos días, Serenio… ¿Cómo va eso? —el General se refería a su última carrera— ¿Estudia usted mucho?

—El martes termino y al fin seré Doctor en amapolas blancas.

—Así que en amapolas blancas. Entonces… sembrará todo el campamento de ellas, ¿no es cierto?

—No se equivoca, general. ¿Para qué se cree que me he pasado toda la semana estudiando? Además… ¿dónde se ha visto un campamento sin amapolas blancas?

—La verdad es que no lo sé —respondió el General muy despacio, mientras iba posando las fichas blancas sobre el tablero—, nunca he visto otro campamento.

—Es cierto, mi General, pero si usted hubiera visto otro, seguro que estaría lleno de amapola blancas y dé por cierto que todos los soldados harían guardia y así impedirían que nadie se las llevara. De otro modo… ¿para qué sirve un ejército?

En aquel momento, la Banda de Cornetas y Tambores de la II Compañía de Gastadores Imperiales del Regimiento Coronel Aureliano Buendía atacaba los primeros compases de la diana floreada con la que amanecía el campamento a diario.

—Estos no van a aprender a tocar nada en la vida, pero se les ve con tanta ilusión que cualquiera les dice algo. El otro día me dio mucho apuro verles a pleno sol, ensaya que te ensaya, así que les felicité y todo —el General se mostraba así de compasivo con los desafinados alaridos de los instrumentos de viento y los atropellados mamporrazos de bombos, tambores y cajas—.

—Mi General, por favor, que esa manera de tocar es para que los mande a todos a hacer imaginaria una semana entera.

Serenio se destapó los oídos tras escuchar los últimos acordes de la destartalada banda de música. Siempre llevaba un delantal verde de tela vaquera con la inscripción publicitaria «Fertilizantes Rocío», en bajorrelieve blanco a la altura de la pechera. Al tratarse de una persona muy bajita, daba la sensación de ser un niño al que su madre le hubiera dejado el mandil de cocinar para jugar un rato a los cocineros.

—Sabe —el General lo miró pensativo—, siempre le he admirado porque es usted un hombre de grandes proyectos y confío que el de sembrar amapolas por todo el campamento sea un éxito.

—Gracias mi General, yo sólo cumplo con mi deber —Serenio trató de esconder su rubor mirando las cuadrículas del tablero—. Sacan blancas.

La partida había comenzado y varios soldados miraban a través de la ventana para seguir su transcurso, apoyados en el alféizar gastado de terracota roja. Mirar por la ventana estaba prohibido desde hacía veintisiete años, pero al General le encantaba que le vieran jugar y hacía la vista gorda todas las mañanas.

Las cinco primeras jugadas eran siempre las mismas, comenzando con una apertura española de lo más clásico. De todos modos, ambos contendientes tardaban en mover cada peón diez minutos aproximadamente. Sus caras eran ahora serias, el General con la mano izquierda bajo el mentón y Serenio frunciendo el ceño como si estuviera enfadado por algo. Todo transcurría con la normalidad habitual, incluyendo la compulsión a rectificar los movimientos de alfil y dama del General, hasta que un soldado entró en la salita muy alterado y sin pedir el preceptivo permiso.

—¡Mi General, un telegrama urgente! —el soldado clavó la mirada en el techo de la estancia, saludando marcial a su superior y dando un taconazo soberbio que hubiera dejado a cualquier insecto aventurero como un sello de correos.

—¿Urgente?.. ¿qué será?.. —el General dejó el telegrama junto al tablero y siguió pensando en la siguiente jugada, con la mirada clavada en los cuadros. Viendo que el mensajero seguía impertérrito mirando al firmamento moldurado de la estancia, le hizo una seña, agitando la mano, para que se marchase, sin dejar de mirar a las fichas de Serenio. El muchacho saludó de nuevo y girando de forma ensayada, se retiró por donde había venido y dejó la puerta entornada.

Después de adelantar a los caballos por sendos flancos en dos jugadas maestras, el General, ya más tranquilo, abrió el telegrama azul en forma de cruceta primorosamente plegado. Luego se colocó al borde de la nariz unas diminutas gafas cuadradas de farmacia, que habían permanecido suspendidas sobre su pecho colgando de un bramante muy fino. Con los ojos guiñados muy cerca del papel, comenzó a leer en voz alta tratando de descifrar la letra endemoniada del telegrafista.

—Es-ta-mos-en-gue-rra, stop… ¿Guerra? ¿Qué es «guerra»? —preguntó el General mirando a Serenio.

—No lo sé mi General, yo sólo tengo catorce carreras.

El General se levantó con gesto disconforme y fue a buscar el diccionario en el cajón de su mesita de noche, asiendo un tirador metálico, muy gastado, en forma de concha. Serenio lo miraba con las manos sujetando su cabeza y los codos apoyados en los remates del tablero.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua de Oasí sólo contiene doce palabras: Amor, beso, día, dios, hijo, pan, paz, pródomo, ser, sol, tú y yo. Extrañamente, el término «pródomo» y su definición se encontraban escritos a lápiz, en lugar de haber pasado por la imprenta como el resto de las palabras.

—Pues no viene, ¿qué hacemos ahora? —el General volvió a guardar el diccionario empujando de un golpe el cajón de la mesita y consiguiendo que se tambalearan varias figuras de santos, una estampa en blanco y negro de Santa Gema Galgani, un ejemplar de La República o El Estado de Platón, una vela roja encendida (ya muy apurada) y un despertador con dos campanas gordas plateadas.

—No lo sé —respondió Serenio confuso—. Bueno, podemos ir a casa del Gobernador. Es posible que él lo sepa. A la dama y como se descuide le dejo sin torre.

—¡Es la primera vez que interrumpen nuestra partida de ajedrez en veintisiete años! No tienen corazón —el General estaba furioso por primera vez en veintisiete años y a punto de quedarse sin reina y sin torre a mitad de partida.

Después de anotar todas las jugadas en una libreta de dos rayas, Serenio y el General fueron a la casa del Gobernador paseando en silencio con las manos atrás. Por el camino, unos niños jugaban a la rueda con aros metálicos y varillas finas con las que las rozaban dándoles empuje.

—¿Éstos no tenían que estar en la escuela? —preguntó el General a Serenio rompiendo su silencioso caminar.

—Están en el recreo, General. A esta hora toman su bocadillo y juegan como han hecho los muchachos toda la vida.

—¡Menos recreo y más disciplina, Serenio! Manu militari con ellos que luego se nos desmadran.

—Se hace usted mayor, mi General —el General miró al jardinero con cierto disgusto—. Disculpe General, no quise decir eso.

—Pero lo dijo, Serenio. Lo dijo usted sin el menor miramiento.

Cuando dos vecinas sonrieron a los militares, ambos les correspondieron con el saludo reglamentario: los dedos tocando sus frentes. Las mujeres estaban paseando sus plantas por la avenida, algo muy habitual en días tan soleados. La más mayor tiraba de un hermoso rododendro granate y la más joven empujaba un poto enroscado a una especie de marquesina. Lo que resultaba infrecuente es que los habitantes de Oasí sacaran a pasear a sus perros, por entender que «ellos solitos podían pasear sin la ayuda de nadie».

Dentro de la casona del máximo dignatario del Estado, su secretaria, Nauco, se limaba las uñas con la lija rosada de una caja de fósforos. Los recibió muy atenta, bajando el volumen de una radio que chisporroteaba los últimos compases del primer movimiento (allegro), del Concierto de Brandemburgo número cinco en D mayor, de Johan Sebastian Bach.

—El Gobernador no puede recibirles porque está jugando con sus nietos al jula-jula. Algo muy delicado, créanme —dijo tratando de hacer el menor ruido—. Mejor vengan mañana, o mejor pasado mañana.

Nauco siguió haciendo ganchillo sin esperar la respuesta de los visitadores y volvió a subir el volumen del transistor.

—Dígale que se trata de un asunto urgente —se adelantó el jardinero mientras el General seguía pensando en la siguiente jugada, preocupado como estaba por su dama amenazada y su torre. Al poco se oyó el llanto desgarrado de un niño y pudieron ver al Gobernador abriendo la puerta blanca, alargada y chirriante de su despacho completamente irritado.

—¡Miren, miren como se ha quedado Jasón!.. ¿Es que ustedes no saben que no se puede enfadar así a un crío?.. ¿Es que ya no puede uno en este Estado ni jugar con sus nietos?.. Parece mentira, ¡unos hombres tan hechos y derechos!

Orestes Dantón de Benahavís, Gobernador General del Estado, era el hombre más respetado de Oasí. Llegó a ocupar su cargo tras culminar con sobresaliente alto noventa y siete carreras, todas ellas relacionadas con la cosa pública. Derecho Romano, Sociopsicología Aplicada, Educación Vial, Psicometría, Estadística Inferencial, Principios de Urbanidad, el paquete Office completo y Filosofía de las Diferencias Humanas se encontraban entre las disciplinas que el esforzado líder tuvo que dominar antes de que fuera propuesto, por el Consejo General de Sabios del Real e Ilustre Colegio Oficial de Sabios de Oasí, como Gobernador de todo el Estado. Hombre de costumbres austeras, profesaba tal pasión por la familia que fue nombrado «Homo Familiaris Honorario» por la Agrupación de Adoradoras Nocturnas de San Ramón Nonato.

Tanto el General como el jardinero se sintieron avergonzados y mantuvieron la cabeza gacha hasta que el General comenzó a hablar.

—Lo sentimos mucho señor Gobernador, pero… bueno, debe perdonar nuestra ignorancia. El caso es que esta mañana ha llegado al cuartel un telegrama que no entendemos muy bien. Dice así: «Estamos en guerra».

El Gobernador quedó pensativo. Tenía cerca de cien carreras y debía darles una respuesta convincente, de lo contrario pensarían que solo era un ignorante y que no sabía ni jugar con sus nietos. Le hizo dos largos a la alfombra azul y roja del pasillo con la cabeza inclinada y las manos cogidas atrás. Tenía la costumbre de no pisar las geometrías en forma de estrella que salpicaban el tejido, debiendo zigzaguear todo el tiempo que duró aquel paseo, eterno para recién llegados.

—Veamos —dijo el Gobernador con una voz artificial, engolada y falsamente serena—, resulta que la palabra «guerra» se parece a «sierra» y «tierra», pero no es ninguna de las dos. Debe ser un sustantivo que se encuentre entre ambos términos, semánticamente hablando, eso sí… Recuerdo que cuando yo era un chaval tenía un compañero de pupitre que se llamaba Marcial de la Sierra Marrafa. ¡Un prenda, sí señor! En cierta ocasión le escondió la tinta al profesor y estuvo… Siempre que consideraba un asunto como irrelevante o no era capaz de dar con la solución a un problema, el Gobernador comenzaba a contarle su infancia a la gente, pero Serenio y el General ya se la sabían de memoria de modo que escucharon un rato —por educación, naturalmente— y se marcharon sin obtener respuesta, después de que Serenio tomase un puñado de caramelos de la copa balón del mostrador de la entrada: —Luego se pasa usted toda la tarde con acidez; no va a escarmentar nunca, Serenio.— Dijo el General viendo cómo el jardinero le quitaba el celofán a una bola de fresa nada más traspasar la puerta.

Fueron entonces a la frutería de don Apolinar Valbuena, Gran Duque de Malapesquera. Este gentilhombre podía saberlo porque su abuela le contó muchas historias cuando era pequeño que no conocía nadie en aquel Estado.

Don Apolinar era un personaje entrañable. Dedicaba horas a disponer la mercancía sobre el mostrador y los estantes, realizando composiciones de gran belleza, al combinar los colores y texturas de diferentes tipos de verdura y fruta: Ballenas, medias lunas, cruces y otras muchas figuras llamaban la atención de transeúntes y clientes, que llegaban a formar tremendas colas para no perderse aquel espectáculo de color y frescura.

—Mi abuela Glauca jamás pronunció semejante palabra. ¿Os pongo unas peritas de agua que me han traído ahora mismo de la huerta? —el Gran Duque también consideró fútil el asunto, preocupándose tan sólo por la venta de fruta.

Cada vez más confusos, Serenio y el General preguntaban ahora a cualquier ciudadano que se cruzaba con ellos por el significado de la palabra «guerra», sin que nadie supiera a qué se referían con aquel término. Finalmente, la preocupación se extendió por todo el Estado y gentes de todos los confines se preguntaban qué querría decir aquel telegrama tan sorprendente.

Juan Bigardo, el antisistema, andaba por allí pontificando junto a una de sus pancartas contra el Estado y las Instituciones. «SOLO LOS TONTOS SE ALISTAN» era la frase del día. Siempre acompañado de una perra canela con manchas blancas y el rabo retorcido, se dedicaba a protestar, interpretando entre medias un tema de notas redundantes con una flauta dulce de plástico marfil Yamaha 2815. En aquel instante dejó de tocar su melodía tediosa y se acercó al General hasta decirle al oído…

—Es un error del telegrafista. Es por la mala letra que tiene el pobre, así que esa palabra no significa nada.

—Gracias, Juan. Y tú a ver si estudias solfeo de una vez o trabajas en alguna cosa, hijo. —Le respondió el General con un deje doctrinero más frecuente cuanto mayor se iba haciendo.

A medida que el General valoraba la dimensión del error telegráfico su cara se iba tornando roja e hinchada, aplastando venas y arterias contra el cuello de la guerrera y marcando una mandíbula ya de por sí muy evidente.

—¡Que traigan ahora mismo al telegrafista! —El General estaba a punto de estallar.

Eugenio Graham Villalba-Torralba era un telegrafista de oficio y vocación que andaba por allí casualmente. Enseguida reconoció su error con toda humildad y pidió que lo juzgaran inmediatamente: haber paralizado a todo un Estado no era un asunto baladí, por eso Eugenio asumió toda la responsabilidad sin vacilar.

El Gobernador, entonces, nombró un fiscal encargado de acusar al telegrafista y un abogado defensor para que lo defendiese. También nombró un Juez Togado entre toda la gente que se encontraba en la Plaza de Herman Melville, donde tenían lugar algunos acontecimientos destacados y también la vida corriente.

La Plaza de Herman Melville era un espacio dedicado al diálogo solaz y el paseo  de todos los pobladores de Oasí. Tenía una calculada forma elíptica de gran extensión. Presidida por una réplica exacta de La Victoria Alada de Samotracia, la elipse disponía de un templete de ocho columnas sobre plinto de mármol rosa con capiteles corintios coronados de hojas de acanto y bolas de navidad de muchos colores. Finalmente, un frontón circular en forma de tiara orientaba al público ante los oradores. Días antes, un desaprensivo había «grafitado» en azul y rojo el frontón y parte del tectum con la expresión E pur si mouve[1]. Aunque todos pensaron en Juan el antisistema como autor de semejante desafuero, resultaba harto improbable que la pintada fuera de su autoría puesto que el flautista ignoraba, entre otras muchas cosas, la grandiosidad de lengua romana.

El templete servía como estrado y se empleaba sólo en ocasiones memorables donde la participación de los residentes era necesaria. Todos los ciudadanos tenían acceso a este foro, fuera como ponentes o público silencioso y sereno. El único requisito para utilizar el estrado era «venir ya hablado de casa», de esta manera se garantizaba que relatores, rapsodas o políticos fueran al grano y no se dejasen la voz en cuestiones menores, más o menos demagógicas, que no importaran ni a ellos mismos.

—Este hombre ha paralizado a un Estado entero y todo para investigar el significado de una palabra que no existe. ¡Esto es imperdonable!, Eugenio merece, por lo menos, una tarde de cárcel —el fiscal habló con absoluta rotundidad y fue muy aplaudido por la concurrencia. Nervioso ante el tráfago reconocimiento, casi se cae al bajar de la tribuna.

Ahora todas las miradas eran para el abogado defensor, que no movió su birrete al pronunciar rotundo:

—¡Un error lo tiene cualquiera!—. La plaza hervía ahora en aplausos y aumentaba la expectación a cada instante.

Finalmente le tocó el turno al Juez Togado tras escuchar atentamente a los oradores mientras hablaba con su hija Carmen. La cosa no era fácil… debía tomar la decisión de dejar en libertad o enviar a la cárcel a Eugenio. No, el asunto se presentaba complicado. Puede que por eso el Juez tardara más de diez segundos en resolver:

—Todos tienen razón, pero puesto que es la primera vez que comete un error de esta naturaleza, es muy amigo mío y muy buena persona, queda en libertad sin cargos, sin fianza y sin nada de nada después de pedir perdón a todos los integrantes del Estado uno por uno, eso sí. Otrosí —prosiguió apelando al principio legal de in dubio pro reo2—, no estoy yo muy seguro de que él fuera el responsable de la falta cometida.

¡Qué ovación!

[2]Después, el telegrafista comenzó a perdón personalmente a todos y cada uno de los habitantes de Oasí, en cola para escuchar sus disculpas y abrazarle de corazón. El propio General aguardó paciente su turno para regalarle un bolígrafo nuevo, esperando así evitar futuros errores al escribir los telegramas.

Dicen los más viejos que era muy probable, en efecto, que el error fuera del bolígrafo y no del telegrafista. Los «bolis» de Oasí no eran muy allá, la verdad. Es posible que por este motivo el telegrafista escribiese la palabra «guerra» en lugar de «sierra»… Y es que Claudiveria, la hija del General, se había ido a la sierra de excursión con unas amigas.

 

Sesenio Huertas Meriva, Salamanca

[1] Controvertida frase que, cuentan las crónicas, pronunció Galileo Galilei después de abjurar de sus postulados sobre el heliocentrismo ante la Santa Inquisición. La traducción literal del aserto sería «y sin embargo se mueve», y expresa la insistencia del sabio en que «la tierra da vueltas alrededor del sol».

 

[2] Principio legal por el que el juez, ante la duda, decide a favor del reo.

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Luis Folgado, escritor y editor, autor de ​«Las palabras del General».

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