Cebollas

Por Alberto Martín-Aragón

POR aquellos días yo empezaba a combatir mi tedio leyendo a esos escritores que torturan las palabras para extraer del lenguaje los aullidos de mundos inéditos. Era bastante joven y, sin embargo, sentía que llevaba varios siglos vegetando en la mente de un demiurgo perturbado. ¿Hay algún demiurgo que no lo sea? El tío Andrés, esqueleto viviente de 97 años que la muerte parecía desdeñar, meditaba en la habitación contigua a la mía. Su respiración agitada y cavernosa invadía mi intimidad y me sacaba de mi hastío metafísico. El tío Andrés era tío de mi padre. No tenía hijos y vivía con nosotros porque casi todos sus sobrinos habían querido meterlo en una residencia.

Mi padre les había dicho:

—El tío Andrés no morirá entre extraños. 

Y poco después mi padre apareció en casa con un consumido anciano saturado de decepciones y con las piernas paralizadas. Mi vida cambió. Descubrí que lavar el culo a un viejo puede ser tan emocionante como ver un combate de boxeo. El tío Andrés había nacido en los últimos años del siglo XIX y había tenido sus primeras experiencias eróticas poco antes de que el archiduque de Austria y su esposa fueran asesinados por Gavrilo Princip en Sarajevo. Estar cerca del tío Andrés era una forma de sentirse contemporáneo de todos los ínclitos asesinos y héroes que habían dado forma al siglo XX. El tío Andrés había sido fascista y después anarquista y después de la guerra civil española había decidido que no quería ser nada, excepto un adusto y sarcástico tendero castellano que mira con escepticismo a sus semejantes. A pesar de tener casi cien años, su cerebro funcionaba con pasmosa agilidad. 

Una noche de primavera de 1991, después de cambiarle el pañal, el tío Andrés me aconsejó con su voz temblorosa y débil: 

—Vete de España en cuanto puedas. Este país está lleno de cabrones y sólo ofrece fracaso y odio.

Yo me reía.

—No seas bobo y hazme caso —me decía meneando la cabeza con semblante abatido.

El tío Andrés solía comer cebollas crudas y pan mojado en vino tinto. Al principio me daba asco ver cómo movía la mandíbula. Parecía una calavera que estuviera masticando chicle. Después me acostumbré y hasta empecé a encontrar belleza en aquella penosa y grotesca masticación.   

—¿Tienes novia? —me preguntó una tarde.

—Todavía no.

—¿Eres marica?

—Creo que no.

El anciano se quedó pensativo. Estaba sentado en un sillón junto a la ventana del cuarto. La luz del crepúsculo le bañaba la cabeza calva y ahuevada.

—Una vez me enamoré de una chica —me contó—. Era fea, pero tenía unas tetas grandes y me gustaba su sonrisa. Era capaz de matar una gallina con sus propias manos. Yo quería casarme con ella, pero ella se metió a monja y no volví a verla. Alguien me dijo que fue violada por los rojos durante la guerra y que acabó de puta en Barcelona. Jamás me creí esa historia. 

—¿No volviste a enamorarte? 

—No. Perdí el interés por las mujeres y por el sexo. 

Nos quedamos un rato en silencio. Luego le pregunté: 

—¿Tienes miedo a la muerte, tío?

—Sólo curiosidad.  

—¿Crees que hay infierno?

—Te lo diré cuando entre en él —me dijo, y sonrió con sorna. 

Días después murió. Se atragantó con un trozo de cebolla y ahí se acabó su aventura por este mundo. Yo estaba en el colegio y no pude despedirme de él. Poco a poco el olor a viejo fue desapareciendo de nuestra casa. Y aquello me produjo cierta tristeza porque yo había empezado a amar ese olor. Han pasado muchos años desde su muerte y a veces creo que el tío Andrés no existió y que tampoco existió el adolescente que yo fui. Sin embargo, cuando el olor de una cebolla me pellizca el olfato, siento que el tío Andrés está cerca de mí y que seguimos dialogando en aquella habitación donde confluyeron dos siglos y donde tuve la impresión de dialogar con la eternidad.    

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