Bajo el Volcán, 80 años sin Machado.

Late corazón… No todo

 se lo ha tragado la tierra.

        Hace años que no me detengo en Collioure, cuando entro en Francia por La Junquera, para rendir homenaje a don Antonio Machado, cuyas cenizas reposan en aquel cementerio, por fortuna, cada vez más visitado por gentes de toda laya y condición. Sin embargo, cada vez que paso la frontera y enfilo hacia Perpiñán algo se estremece muy dentro de mí, una sensación de tristeza me embarga: es como si mi corazón sangrara evocando la imagen de este poeta que tan esencial papel jugó en los hombres y mujeres de mi generación.

            De Lorca se puede hablar con rabia y con brillantez, pero de Miguel Hernández y de Antonio Machado sólo se puede hablar a corazón abierto de par en par, con una melancolía y angustia que se conectan básicamente con el devenir de nuestra malhadada historia de España; una España madrastra de sus mejores hijos, sepultados en rincones perdidos mientras muy indignos reyes reposan en el excelso panteón de El Escorial.

            Como previendo su triste sino, Machado terminó su célebre “Retrato” con esos cuatro versos dignos de ser esculpidos en bronce: “Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, /casi desnudo, como los hijos del mar”. Versos que una vez más me vienen a la memoria en el momento de escribir estas líneas, hoy 22 de febrero de 2019.

            Ochenta años desde aquel terrible 22 de febrero de 1939, Miércoles de Ceniza, en que, a las tres de la tarde, como ese Jesús “que anduvo en la mar”, “aquel hombre bueno”, rendía su último aliento, y, sin duda su último sueño, para adentrarse en aquel otro sueño inmenso del que hablaba Shakespeare.

            En realidad, Antonio Machado no muere ese día; estaba muerto desde el instante en que, el 27 de enero, enterados ya de la caída de Barcelona, los Machado (Antonio, José, la anciana madre Ana Ruiz, y Matea, esposa de José), junto a Corpus Barga, Joaquín Xirau y Tomás Navarro Tomás, se vieron obligados, después de pasar Port Bou, a dejar allí el vehículo en que venían, en vista de la multitud que se agolpaba en la cuesta de quinientos metros que conducía a la frontera. Imagino que Antonio miró hacia atrás y  vio aquel vehículo abandonado en el que había dejado el precioso maletín donde quedaban para siempre perdidos sus papeles íntimos (“al alejarse le vieron llorar”, dice Serrat, cuya madre, una niña no más, también había tenido que salir, pocos meses antes, de Belchite con lo puesto).

            Ahí empezó el último acto del drama de Machado, enfermo, con su madre, también prácticamente fuera de este mundo. En la estación de Cerbère vivieron horas de angustia: allí,  bebieron el vino amargo del exiliado. Por fortuna siempre hay un Cirineo, Jacques Baills, ferroviario, que, compadecido, llevó a la familia al hotelito Bougnol-Quintana, regentado por Madame Pauline Quintana, donde acogidos como seres humanos, vivieron sus últimas semanas. Corpus y su hermano José trataron de animarlo, y cuando en el corazón de Antonio empezaba a prender la llama, la muerte lo sorprendió, allí, junto a su agonizante madre, separados ambos lechos por un biombo. Tuvieron que sacar el cadáver alzándolo sobre la cama donde su anciana madre permanecía inconsciente. Nada más sacar el cuerpo sin vida de Antonio, la anciana, como por ensalmo, recobró la lucidez para preguntar dónde estaba su hijo. Pero su hijo ya no era de este mundo, como ella dejaría de serlo tres días después. El exilio los había matado. Por fortuna, Machado, generoso como pocos, nos dejó sus versos y su ejemplo. Aprovechémoslo.

                            Juan Bravo Castillo, escritor y director de la Revista Literaria Barquerola.

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