Vías y carreteras en la literatura

El viaje —o los viajes— como huida, esperanza, búsqueda o anhelo. Casi todos los escritores y alguno de sus personajes se han trasladado en la obra literaria en algún medio de locomoción: el coche, el autobús, el tren, a pie. Cada viaje sostiene un motivo o contempla una causa donde el acto de leer también supone viajar, explorar, conocer otros territorios, geográficos o humanos. Llegados a este punto se hace necesaria la carretera y las vías del ferrocarril. Tal vez la primera novela que se nos viene a la mente sea la gesta viajera y existencial de En la carretera de Jack Kerouac. Uno de los emblemas de la Generación Beat. «Turnándonos al volante, Neal y yo llegamos a Carolina del Norte en diez horas». Tom Wolfe nos adentra en el libro Ponche de ácido lisérgico, en otro viaje, donde Neal Cassaddy (el mítico Moriarty de la citada novela En el camino) conduce un autobús comandado por Ken Kesey, autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, quien ha reunido a su alrededor, en los años 60, a los bromistas», una desmadrada corte de jóvenes, quienes recorrerán los Estados Unidos de costa a costa.

También existe la carretera en la más enloquecida obra de Hunter T. Thompson, creador e icono del periodismo gonzo, Miedo y asco en las Vegas, así como en Hacia rutas salvajes, de Jon Krakauer, que narra la historia real de un joven que emprendió un viaje, sin decirle nada a nadie y que dos años más tarde sería encontrado muerto en el interior de Alaska. William Faulkner escribió Mientras agonizo, la peripecia de una familia de blancos pobres que recorren los parajes rurales del Sur con el cadáver de la esposa y madre en un ataúd, para enterrarla en una parcela de su propiedad. En La carretera, de Cormac McCarthy un padre emprende un viaje con su hijo a través de la inmensidad del territorio norteamericano, un paisaje literalmente quemado años atrás por un cataclismo no especificado. Existen otros autores como Dickens, Tolstoi o Galdós con obras que nos convocan también hacia los viajes.

Supongo que cuando uno se siente solo, joven, y sin un lugar al que volver, el horizonte permanece abierto, seduciéndonos para emprender el viaje. Un viaje en el que confiamos, como Odiseo en su regreso a Ítaca. Volviendo al asfalto, el cantante Neil Young le confiesa al cronista musical Robert Hilburn que: «He escrito muchas canciones conduciendo por estas viejas carreteras». La carretera como inspiración en la literatura, en la música y en el cine. Polvorientas, sinuosas, de montaña, interminables rectas, autoestopistas, señales indicativas, moteles y granjas aisladas que la identifican, como en la obra de Sam Shepard, Crónicas de Motel.

En cuanto a las vías ferroviarias quien más, quien menos ha leído o escuchado hablar del libro Asesinato en el Orient Express, de Agatha Christie. Pero quería centrarme en el escritor, tal vez menos conocido, Jim Tully, que fue vagabundo, empleado de circo, boxeador y colaborador de Charles Chaplin, antes de convertirse en escritor y en uno de los articulistas más temidos de Hollywood en los años veinte y treinta. Escribió Buscavidas (1924), un auténtico clásico de la literatura estadounidense, novela de aventuras donde el protagonista viajó por todos los Estados Unidos, colgado de trenes de carga, escondiéndose de la policía. La novela está considerada como una brillante muestra del género picaresco en la época dorada del ferrocarril. Al principio del capítulo XXXI (Algunas palabras) escribe: «Confraternicé con hombres a los que uno temía incluso dar la mano, y con otros tan timoratos que no paraban de lloriquear, con degenerados y pervertidos, con sucios y piojosos, con drogadictos que se inyectaban agujas con agua sólo por mitigar el dolor y el ansía de un paraíso en la tierra. Conocí los secretos de los traidores, los aduladores y los farsantes de todo tipo». El tono de Buscavidas es tajante y a veces agresivo, pero también divertido y mordaz, y sentó las bases del estilo denominado hard-boiled, cuyos máximos exponentes serían Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Jim Tully menciona en sus páginas a Jack London, su libro En ruta, donde un joven de 16 años (el mismo Jack London), ansioso de libertad y aventura, recoge sus experiencias y vivencias, quien escribió que: «Siempre se puede contar con los muy pobres. Ellos nunca niegan la comida a los hambrientos». El viaje, como la palabra, no sabes, en ocasiones, a dónde te conducirá. Como dijera Jhon Lennon: «Uno escribe lo que siente aunque ni siquiera sepa adónde lo va a llevar». Resulta también una búsqueda hacia uno mismo, una orquesta que depende de todos sus instrumentos. Tal vez ahora, en tiempos del GPS, no comprendamos la importancia de aquellos mapas de carreteras, desplegables, con sus señalizaciones, donde el copiloto leía las nomenclaturas, las carreteras secundarias, las áreas de servicio, los restaurantes. Cuando era frecuente perderse, extraviarse en cualquier pueblo y decidir que era hora de descansar, aunque no hubiéramos llegado al destino prefijado. Como dijera Charles Dickens: «Todo viajero tiene un hogar, no importa dónde». Tal vez sea hora ya de emprender el camino, aunque no nos dirijamos a ninguna parte.

Adolfo Marchena

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