Es mi costumbre desde hace años, pasear por el centro de Madrid a la menor oportunidad. Me gusta ver los lucidos escaparates de Gran Vía, Serrano, Velázquez, Fuencarral; de toda la almendra, compitiendo por las miradas de los transeúntes al cabo de una compra, un curioseo o una imaginada posesión, que suele ser más bien mi caso. Me paro alarmado, muchas veces, ante los precios de las joyerías de Goya, Conde de Peñalver o Príncipe de Vergara y siempre me detengo ante los cristales inmensos del concesionario de coches de alta gama de la Puerta de Alcalá y siempre acabo conduciendo en mi cabeza alguno de estos vehículos fascinantes.
Entro ahora en una cafetería y repongo todo el sodio que haya podido perder durante un trayecto muchas veces prolongado de la tarde a la noche. Un colorido tríptico de cartón proclama suculentos tentempiés en perfecto espanglish: «añade un shot a tu café» (añade un disparo a tu café). Este mismo folleto nos propone toppins (cubiertas) para algunos dulces y hasta esponjosas muffins (magdalenas) de chocolate a las que me debo sustraer para no armarme de colesterol industrial.
Nunca me gustó disparar sobre los coffes —sobre todo por no salpicar a la pacífica clientela y ponerla perdida— ni construir cubiertas encima de los pasteles, por eso huyo del lugar en busca de un café negro con una magdalena en otra parte, algún paraíso del castellano donde no me quede a medio entender la carta. Voy a intentarlo en nuestro castizo VIPS de Serrano (aunque el mismo nombre cuestione el origen de la cadena) donde una camarera de origen latino acude, solícita, a ofrecerme un asiento en su interior. Con la carta en la mano, disfruto como nadie ante las fotos de tanto manjar: de primero «patatas rustic» (un error de imprenta parece haberse llevado por delante la terminación femenina plural «as») y sigo porque a las patatas rústicas prometen, sobre todo si se les añade «salsa ranch». De nuevo un error de imprenta nos impide ahora leer «salsa rancho» porque, como todos sabemos, «rancho» es una palabra muy española, que le exportamos a los norteamericanos en su momento, junto a otras como «cimarrón», «mesteño», «corral», «liberal», «albino», «embargo» y otras miles, entre las que se encuentra—¡oh sorpresa!— «cafetería». El siguiente plato se denomina «chicken fingers» (dedos de pollo), término sin duda sustraído del espanglish más puro, asaz confuso por demás… ¿Se imagina comiéndose los dedos de un pollo en una cafetería? Le propongo a la dirección del local rebautizarlo como «barritas de pollo» hasta que un señor me propone a mí que deje de molestarle con mis estupideces. Y me voy, claro que me voy, y así no tengo que seguir leyendo ese lenguaje que a los estúpidos tanto mola (por cierto, a ver si mi amada RAE admite este término como «que gusta mucho» porque, de momento, tiene otros muchos significados en el diccionario, todos ellos en franco desuso al menos en España).
La Real Academia de la Lengua Española es bien clara a la hora de poner orden a este indignante desfile de palabros sajones: «solo se emplearán términos procedentes de otros idiomas cuando en castellano no exista una expresión semejante», que no suele ser el caso casi nunca en la actualidad y sí lo fue, por ejemplo, cuando llegó a España el «tren» (ferrocarril no es una palabra equivalente por ser mucho más extenso su significado) o la «radio». Puedo entender, pues, que términos como el alemán Gestalt hagamos bien en no traducirlo porque no significa exactamente «forma» pero, sobre todo, porque necesitaríamos una frase entera tratando solo de aproximarnos a su significado. No es el caso de la mayoría de los neologismos y tanto menos de los procedentes de la pérfida Albión, con los que nos disparan a quemarropa la mercadotecnia, los locutores radiofónicos y televisivos o los plumillas de la prensa escrita.
Pretendo, ahora, descansar mis ojos de tanto español en mal estado y subo por Goya hasta El Corte Inglés. Por el camino, mi cerebro sigue detectando términos en inglés y me planto ante un rótulo que anuncia formidables oficinas y despachos rezando: «El nuevo flagship de Goya» (esta vez no se trata de espanglish, sino de inglés del bueno, porque han tenido el detallazo de anotar la palabra sajona en cursiva). ¿Cómo explicar en castellano este término? Sería algo así como cuando una flota o flotilla de buques navega por los mares y recibe de uno de los navíos las directrices en cuanto al ataque y la navegación: un «buque insignia». Y puedo entender el uso del neologismo porque los españoles apenas tenemos tradición marinera y nadie va a saber qué es un buque insignia, por muy bien que se lo expliques. Sin embargo, hasta un idiota sabe perfectamente a qué se refiere un rótulo rojo de quince metros en Goya con Velázquez donde aparece el término flagship.
Me gusta mucho más cuando el español cristianiza los términos sajones. Por ejemplo, en Málaga es posible escuchar una expresión que doblega, definitivamente, al idioma de Shakespeare, arrinconándolo hacia una forma dialectal andaluza más expresiva: «hacerle a alguien un changuai», que viene a significar «engañarle, estafarle». Originariamente se trata de un término empleado en el fútbol, donde «change way » significa «cambiar de camino» y alude a la jugada en la que el delantero se vale de un cambio brusco en su trayectoria para engañar al contrario. También por allí abajo, los sevillanos disfrutan tomando «pitusos» en las cafeterías, término éste que se ha convertido en un andalucismo de origen francés: el «Petit swiss» es tanto un queso normando como una porción de tarta de crema.
Para mi bien, en la calle Lagasca descubro un oasis de sensatez lingüística sobre una tienda de ropa de niños, a la que han rotulado como «Al agua patos» empleando una divertida grafía que se acompaña del dibujo de tres graciosas palmípedas. La propietaria o el propietario de esta tienda tan bonita deberían haberla rotulado como «The childrens go to the wáter as if they were ducks», que hubiera quedado mucho más chulo y no hubiera desentonado con el resto de letreros, pero no, en un ataque de rebeldía se han decantado por una expresión española más que acertada. En esta ocasión soy yo el que se permite un neologismo, esta vez de origen francés: ¡chapeau!
Tampoco han podido con nosotros los sajones a la hora de denominar algunos aparatos modernos. La palabra «ordenador» es posible que no contenga en toda su amplitud las innumerables operaciones que puede realizar uno de estos cerebros en lata, pero al menos es castellano (solo algunos niños de papá lo llaman PC: «personal computer»). Móvil en España o celular en América Latina nos sirven para designar a nuestros sofisticados teléfonos de bolsillo. Ambos términos tienen su origen en el latín más puro, mira qué bien.
Muy al contrario, aquellos que usan términos como «spinning» o «running» al hablar en castellano se encuentran en la parte alta de la pirámide de la estupidez, porque dichos vocablos ingleses significan nada menos que «pedalear» y «correr». Otrosí, no ha mucho se empleaba entre los esnobistas (ojo que este término ya está castellanizado) de turno la expresión «hacer footing» (correr) tal como lo hubieran pronunciado, en su espanglish vernáculo, los chiquillos de un barrio en la periferia de Miami. Cuando escucho, seguramente de algún ponente con el cociente intelectual por los suelos, «coffe break» (café descanso) pueden imaginar mi estado de ánimo.
Al llegar a casa me niego a poner la televisión (vaya término bien construido —«visión a distancia»— de nacencia más que latina) porque me niego a escuchar a los trajeados locutores y trajeadas locutoras cómo pronuncian perfectamente «mobbing» o «bullying», ya sea en su vertiente escolar o laboral. No contentos con despreciar una palabra tan formidable del español como es «acoso», emplean dos términos ingleses a los que convierten en sinónimos (y no lo son).
… y después de tanta bazofia idiomática y tanta idiocia esnobista voy a rebelarme contra el imperialismo gráfico y fonológico y a reafirmarme en mi españolismo echándome una siesta de cojones. Me explico:
La palabra «siesta» puede que sea la más común de las que el castellano ha aportado al idioma universal y se emplea en todo el mundo para designar lo mismo que aquí. Tiene su origen en la «Regla de San Benito» que impuso a los monjes «guardar la sexta», o sea el descanso de la hora sexta (que, por rarezas de los husos horarios, venía a ser las dos de la tarde de ahora). La palabra «cojones» fue un regalo que le hicimos a los norteamerianos y que emplean, más que complacidos, cuando se refieren a un «valor desmedido», de la misma manera que usan el término castellano de origen vasco «macho» como si dijeran «machote».
Y, por favor, les ruego que no me acusen ahora de machista —término español de uso común en Gran Bretaña y Estados Unidos— que ya no estoy para esos trotes.
Luis Folgado de Torres
Por aquí, en Canarias, donde se usan palabras como «queque» (cake) o «cambullón» (come by on = contrabandista) o «kinewá» (King Edward’s = una clase de patata), ocurre lo mismo. Pasear por las calles más comerciales de la ciudad es un escaparate al fenómeno de invasión lingüística que estamos viviendo: en lugar de rebajas nos encontramos con carteles que dicen «sales»; en lugar de los entrañables y acogedores matices que la palabra hogar despierta en nuestros sentidos, debemos leer «home» allá donde se hallara un día la otra; «Discount» ha substituido al descuento de toda la vida, y parece que «happy» es más eficaz y directo que su homónimo español por lo que junto con «welcome» y «Merry X’Mas» son ahora los preferidos de los comerciantes.
Soy consciente de que la lengua de Shakespeare es el idioma más hablado del mundo, y con total certeza el más importante, al menos por el momento y para las próximas décadas; pero el inglés está cruzando horizontes distintos de los del fenómeno de los préstamos lingüísticos.