Papatatas salvajes

Por Alejandra Toloza Salech.

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Para cualquier migrante es complicado adaptarse al país que lo recibe; la conducta, la lengua, incluso la comida y el sentido del humor pueden marcar una gran diferencia y permitir o no una mejor adaptación al nuevo medio.

Aterricé en Madrid desde Chile hace tres años; en 2016 mi realidad era muy diferente a la de hoy y venirme aquí ha significado un gran cambio en mi vida, en mi crecimiento personal, profesional y en mis dolores de cabeza.

Un migrante de habla hispana que llega a sentarse a cualquier bar español a tomarse una cerveza, se espanta cuando le ponen un plato de chipirones para acompañar. Chipirones, ¡Dios!, en mi vida había escuchado tal cosa, pero todo vuelve a la normalidad cuando descubro que se trata de simples calamares. Así mismo, un día me sugirieron un plato de boquerones fritos. En mi cabeza, la imagen de unas bocas con labios gigantes y rebozados no dejaba de atemorizar mi apetito. Las imaginaba mordiéndome, saboreándose con una lengua bífida las comisuras, a la espera de ingresar en mi estómago para devorarlo por dentro. Luego de ver  esos pequeños y raquíticos pececillos me dio tanta pena que no los pude ni tocar.

Otro día, temerosa de cualquier animalillo enclenque que me pudieran poner enfrente, pedí al camarero que me trajera algo vegetal, y tras limpiar la mesa —o deslimpiarla con ese trapo pringoso que acostumbran utilizar en cada bar de la galaxia— posó frente a mí un plato de patatas bravas; papas salvajes, pensé, aunque no me quedaba del todo claro cómo una papa podría serlo. Luego descubrí que se trataba simplemente de papas fritas con salsa picante, lo que me animó y pude engullir sin prisa hasta la última gota de aceite.

 

La palabra patata siempre me causó curiosidad; si bien sabía de qué se trataba, siempre me pregunté por qué en algunas partes del mundo hispano se decía de una manera y no la otra. La papa es un tubérculo originario de América, y su nombre deriva del quechua, lengua nativa de algunos países como Perú o Bolivia. Patata, en cambio, es una palabra compuesta, que agrupa las palabras papa y batata; ambos, dos tubérculos distintos. O sea, papa (nombre que se le da al tubérculo de carne blanca y piel marrón) y batata (también, sinónimo de tubérculo) dan forma a un redundante término: tubérculo-tubérculo de carne blanca y piel marrón. ¿No es más fácil y objetivo utilizar solo el término nativo? ¿Qué dice la RAE al respecto? Lo busqué y me hallé con la sorpresa de que papa, a pesar de ser el término original, figura como sinónimo de patata. Es más, antes de llegar a la definición de papa tuve que pasearme frente al Papa y su papá.

El término patata surge tras la confusión que generó en los marineros la diversidad de tubérculos que se encuentran en América: papa, batata, yuca, camote, mandioca, jicama, criosne…

Los españoles descubrieron el camote en Haití en 1526, donde se le conocía popularmente como batata. Tiempo después, en Perú, se encontraron con un nuevo tubérculo, la papa, que para ellos no distaba mucho de la primera, a pesar de ser una de carne amarilla y la otra blanca. Así, ambas palabras dan origen al término patata que, si bien no es el término exacto para referirse al tubérculo de carne blanca, es el más utilizado en España e incluso en países como Irlanda, donde el tubérculo fue el alimento básico para generaciones de campesinos a mediados del 1600.

En definitiva, dos significantes para un mismo significado. ¿Qué diría Saussure al respecto?

Mientras espero que la RAE reivindique la palabra original, echo raíces en el bar, alzo mi cerveza, engullo mis papatatas salvajes con alioli —que el picante me sienta fatal— y celebro mi estancia en Madrid. ¡Salud!

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