Las florituras semánticas y la ingeniería del lenguaje han tenido y tienen su máxima expresión en la política. Desde el ya lejano eslogan «OTAN, de entrada no», con el que el Partido Socialista nos coló en la organización atlántica, hasta nuestros días se han sucedido toda una serie de adjetivos y frases completas dignas de un lingüista al servicio de cada causa. Goebbels, aquel genio viperino de la propaganda política, deslumbró a la Alemania de la época con un pie de foto en toda la prensa que rezaba: «El Führer nunca descansa», bajo una fotografía donde podía verse una tenue luz encendida en su despacho del Bundestag. «Los rojos no usan sombrero» resultó ser el fabuloso gancho de una sombrerería madrileña que recorría la capital en destartalados autobuses en plena posguerra. Podemos imaginar la de sombreros que debió despachar el avispado sombrerero, sobre todo a aquellos ciudadanos de ideología granate a los que interesaba ahora un ligero cambio de imagen. El legendario «No pasarán» fue otro éxito del bando rojo ante la inminencia de la entrada de las tropas de Franco en Madrid. De poco les sirvió este anclaje lingüístico tan contundente a los aguerridos defensores capitalinos, aunque resultó un acierto para que sus dirigentes tuvieran tiempo de huir despavoridos y así seguir gobernando repúblicas en el exilio, mientras los gallardos milicianos morían en Moncloa defendiendo las checas republicanas.
Hace tan solo algunos años, en otro alarde fabuloso de ingeniería semántica, los partidos de izquierdas de Europa comenzaron a usar —de manera unilateral— el calificativo «progresista». Nuevamente, un acierto del socialismo que luego se apropiaron populistas de todas las raleas, especialmente en España. A diario leemos en periódicos y escuchamos en radio y televisión hablar de «partidos de progreso, izquierda progresista, alternativa progresista…» y todas las combinaciones posibles que permite el término. ¿Quién puede rechazar la oferta electoral de un partido progresista?, ¿quién puede oponerse a las ideas de progreso? Todo ello frente a la «derecha trasnochada» de la que también habla la izquierda progresista.
La derecha española ya tiene líder, pero le sobran ideólogos y políticos parlanchines con miedo a renovar el partido y, sobre todo, faltan lingüistas y semiólogos de la talla de los que el Partido Socialista se guarda bajo la manga y a los que debe buena parte de su éxito. ¡Para que luego digan que es mejor estudiar carreras de ciencias porque las de letras no sirven para nada!
Lo más grande de todo esto no es que hayan acertado con el eslogan, al que reconocemos —ya los hemos dicho— como un acierto fabuloso, sino la paradoja del uso indiscriminado de este término. Verán ustedes, autodenominarse «progresistas» partidos que recurren con frecuencia a asertos estalinistas (verbi gratia pagas mínimas universales) para atraer a las masas a las urnas resulta del todo diabólico, casi tanto como el dictador ruso que acabó de la vida de tantos millones de compatriotas. Que un partido que pretende volver al pasado abriendo las zanjas que cavaron nuestros antepasados durante la Guerra Civil se autodenomine «progresista» es para indignarse. Que el dirigente de un partido autodenominado «progresista» ande más preocupado de la tumba de un dictador muerto hace medio siglo que de la gobernanza del país aquí y ahora es como para quejarse a la Real Academia por el uso indebido del idioma español.
Mientras tanto, la derecha tibia y la gritona (y eso naranja que nadie sabe lo que es) se deja torear semánticamente y sigue sin demandar ante la sociedad a socialistas y populistas (esos que claman por las expropiaciones y preparan la comuna) por la apropiación indebida del significado «progresista». Nunca un término estuvo tan mal empleado así que devuélvannoslo; sean buenos.
Nota final: Ayer, 17 de setiembre de 2019, el propio presidente del Partido Popular, Pablo Casado, denominó, nuevamente, «progresista» al partido de Pedro Sánchez. No entre en ese trapo, don Pablo; si lo hace significará que su partido de progreso nada de nada.
Luis Folgado de Torres es escritor y editor
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