Y San Francisco no volvió nunca jamás a Chacaracuar

Revista Literaria Galeradas. San Francisco de Asís

Revista Literaria Galeradas. San Francisco de Asís Por Juglar de la Rocca

A finales del siglo XIX el pueblo de San Francisco de Chacaracuar (Río Caribe) por muy poco es borrado de la faz de la tierra. La vorágine producida por dos acontecimientos simultáneos, casi que logran aniquilar a un pueblo apacible y próspero en agricultura, siendo su principal producción, el cacao de óptima calidad y variedad.

 En sus inicios Chacaracuar era una aldea de aborígenes pertenecientes a las etnias arawacos-caribes. Esta última terminó por imponerse como grupo social dominante debido a sus avances en la tecnología agro-alfarera. En 1691 llegaron los Capuchinos con el firme propósito de “cristianizar” a estas alma “in albis” y darles a conocer al Dios no conocido. Trajeron la cruz, una campana y una imagen de San Francisco de Asís. La declararon fundada como: San Francisco de Chacaracuar. El pueblo creció en prosperidad agrícola llegando a tener 70 casas de bahareque y caña brava con un estilo marcado por la arquitectura antillana. 300 familias se distribuían con solares iguales y suficientes terrenos para el cultivo del cacao y Maíz como rubros principales para generar una economía que diera estabilidad y permanencia al pueblo.

 Todo transcurría con normalidad, hasta que un día por el mes de Julio, en la mañana apareció de sorpresa un enjambre de langostas que se contaban por miles. Primero se posaron en las copas de los Bucares con un grande estruendo. El traqueteo de estos insectos causó pánico e impresión inaudita en la población. Algencio Villarroel, un agricultor que vivía en el Caserío de la “Cumbre de Mariano” y que estaba de visita en Chacaracuar, comentó que, vio una inmensa nube negra saliendo de las sabanas de “Venturini” y “San Bonifacio”. Eran las mismas langosta que ya habían arrazado con los conucos de Tunapuy y el Pilar.

 Las langostas se lanzaron desde de los Bucares en desbandas turbulentas y comenzaron a posicionarse en los techos de las casas. Enseguida el pueblo entendió que estaban bajo una terrible amenaza y un posible ataque en cambote de unas langostas que medían hasta 10 centímetros de largo.

Los jefes de familias inmediatamente dieron la orden de refugiarse. Enfrentar lo que sería en lo adelante una verdadera pesadilla, ameritaba pensar y organizar la forma de repeler el ataque severo de estos insectos. Ante la ausencia humana, las langostas se amontonaban por cientos de miles en todas partes. En los patios,  en las letrinas,  los jardines hasta en las calles polvorientas. Una invasión de langostas así, sólo se habían vistos en el antiguo Egipto tal y como lo señalaban las sagradas escrituras, cuando estos animales fueron enviados por la furia Divina a fin de convencer al Faraón para que dejara salir tranquilo al pueblo de Israel de la esclavitud.

 En las noches el pánico aumentaba. Las langostas emprendieron contra más de 50 conucos de Maíz y Yuca. Afuera se oía un sórdido mordisqueo de mandíbulas multitudinarias. Miles de bocas con voracidad despiadada, daban cuenta de las cosechas. Muchos optaron por encomendarse a San Francisco de Asís y a todos los santos del santoral. Esta era la novena plaga. No había dudas. Al día siguiente el saldo era desolador. Parecía que un experto conuquero le había dado una machetamentazón a los cultivos, casi era perfecto el corte a ras de la tierra. Era dantesco.

 Luego el enjambre del temible “saltamontes” se dirigió a las haciendas de cacao. Cientos de arboledas eran troqueladas en cuestiones de segundos. El hambre de esta plaga era insaciable. El pueblo de Chacaracual se resignó ante la impotencia de no contar con un arma eficaz para luchar contra este poderoso depredador. Lo había destruido todo. La hambruna era inminente. Los días fueron pasando hasta que el siniestro insecto no tenía más que comer y fue disminuyendo su ataque hasta desaparecer por arte de magia.

 Los que quedaron, que se contaban por miles, fueron aplastados a fuerza de tablazos. Era una batalla infernal. Finalmente caían extenuados y vencidos. Los amontonaron como pudieron en un terreno cerca del cementerio y los prendieron fuego. La pira donde ardían los temible insectos duró meses en consumirse por completo. La plaga que había sembrado terror y tristeza era combatida con pericia e inteligencia, usando siempre la prudencia. Chacaracuar fue recuperando la normalidad poco a poco. Lo que había de reservas en los “soberaos” era casi nada. Así que debían distribuirlo todo con criterio de escasez. Redoblaron los esfuerzos para recuperar los terrenos y volverlos a cultivar. Vendrían tiempos mejores. Pasarón años de privaciones hasta que lograron tener una normalidad a costa de sacrificios. Triunfaron. Se habían librado del primer castigo deuteronómico.

 En Marzo de 1898 Justino del Carmen Narváez, joven labriego, hijo de Antonio (toño) Aquilino Narváez, presentaba un cuadro clínico poco común en las enfermedades ocurridas hasta ahora en el Chacaracual. Primero comenzó con una fiebre tan alta que deliraba y pronunciaba un volumen de palabras incongruentes. Seguidamente su rostro se fue cubriendo de sarpullidos. Luego vómitos negros y fuertes dolores musculares. En 5 días el estado del paciente era de pronósticos reservados.

 Enseguida sus padres angustiados mandaron a buscar un médico a Río Caribe. El Dr. Doménico Antonio Aliendre llegó a Chacaracuar lo más inmediato posible. Levantó el damasco que cubría el cuerpo yerto de Justino y auscultó visualmente frunciendo el ceño con un poco de moderación para no alarmar a sus padres. El cuerpo de Justino estaba totalmente agujerado por muchas pústulas que expulsaban un líquido acuoso entre rojo y amarillo. Pus y sangre. La afección cutánea estaba tan avanzada que el óbito del paciente era inexorable.

 Es viruela. Comentó el Dr. Doménico. Por recomendación de algunos avezados curanderos le habían aplicado vendajes con bálsamos de hojas medicinales para aliviar el inmenso dolor que taladraba el cuerpo de Justino. Era como un sucedáneo de la morfina, el potente sedante que aplacaba dolor en estos casos. El Dr. Doménico Antonio Aliendre, recomendó el aislamiento en caso de que aparecieran otros contagiados por la terrible peste. Se marchó a Río Caribe con la firme convicción de que la Viruela se iba a propagar en el menor tiempo posible.

 Era muy poco probable que el pueblo estuviera inmunizado por la vacuna antivariólica. La alarma cundía por todos los caseríos de la región. Cuando el Padre Luis Xavier Arismendi acudió para imponer los santos óleos a Justino antes de partir, hablaron levemente. Mas que una confesión, era el desahogo de un moribundo. “Padre, siento que mil piedras lapidan mi cuerpo por dentro, que hasta mi alma y mi espíritu sufren”. Así se despidió Justino al frente de su familia. Cerró los ojos en espera del rigor mortis.

 La Viruela se propagó como se tenía previsto. De nuevo el jinete apocalíptico amenazaba con desaparecer a los pobladores de Chacarcuar. El contagio alarmó a los pobladores lo que permitió que se tomarán las medidas para frenar el avance de la peste. De inmediato, la gente acudió a la casa de Don Arturo Izquierdo Vizcaino, quien era el comisario del pueblo. Hombre de una inteligencia prístina. Debía tener la repuesta adecuada para tal situación. Su propuesta, pura y sin rodeos fue: Ampliaremos el cementerio y abandonaremos a Chacaracuar hasta que pase el mal endémico que esgrime su guadaña para segar nuestras vidas.

Ningún titubeo. Así se haría. Los que iban muriendo eran sepultados justo en el mismo terreno donde se había instalado el holocausto para incinerar las temibles langostas. Los velorios fueron sustituidos por repiques de campanas. Sin lápidas ni epitafios.  Sin sarcófagos. Eran sembrados en la tierra envueltos en mortajas con telas de sábanas. Un sudario ex profeso. Sólo una cruz elaborada con palo de Paldillo. Era la señal de que había muerto un cristiano bautizado. Murieron 68.

 El siguiente paso: abandonar el pueblo lo antes posible. Empacar lo necesario y montarlo en las bestias de carga. Sellaron puertas y ventanas, Cargaron con los animales de corral. Agua suficientes en tinajas. El maíz, las vituallas. Hamacas y cobijas con sus pitas de mecates. Objetos de valor, dineros y alhajas de oro.  Un Martes de Abril, antes que el sol se empinara sobre las montañas la caravana estaba lista. Niño y ancianos encima de las bestias. Don Arturo Izquierdo Vizcaino junto a los jefes de familia ordenaba el inicio del éxodo.

 A José Gregorio Reyes, quien de niño hacía de monaguillo y compañero. le encargaron conducir el burro donde iban atados: San Francisco de Asís envuelto en el mantel del altar. La pequeña Campana traída por los Capuchinos. Además de una maleta donde estaban los utensilio para oficiar la misa.

 A las 8 de la mañana partieron rumbo a Río Caribe, no era la tierra prometida, pero ahí podían resguardarse de la temible peste de viruela. Fueron despedidos por la bullaranga metálica de las Guacharacas. Con la tristeza marcada en sus rostros se marchaban y dejaban el pueblo sumido en una soledad impregnada de recuerdos gratos.

 Al medio día llegaron al caserío de Patucutal hicieron su primera parada para comer y descansar. Dar de beber agua a las bestias junto al pasto. Improvisaron una reunión con el comisario de Patucutal y le encargaron junto a un grupo de damas piadosas la custodia de San Francisco de Asís. Consideraban que llevarlo a Río Caribe corrían el riesgo de perderlo u olvidarlo. Así se acordó con el consenso de todos.

 A la 2 de la tarde la caravana se puso en marcha. Cuando pasaron por el caserío “Quebarda Seca”, todas las puertas y ventanas de las casas se cerraron. Algunos que otros fisgoneaban por las rendijas sin ser vistos. El miedo a contagiarse era evidente. Las máculas de la peste se veían a leguas en algunos rostros. Causaba terror. A las 6 de la tarde llegaron a Palenque. Ahí decidieron pernoctar toda la noche.

 Faltaba un trecho largo para llegar a Río Caribe. Al día siguiente retomaron la marcha y llegaron a su destino. Se acomodaron en casas de parientes y amigos que mostraron solidaridad y generosidad ante la tragedia causada por la peste. Volvieron a la normalidad relativa. Por aquellos días se comentaba sobre la llegada de París del Dr. Santos Aníbal Dominicci, hombre humanista y brillante científico Carupanero quien gentilmente trajo consigo los detalles para la elaboración de la Vacuna contra la viruela.

 A la vuelta de 2 año los de Chacaracuar decidieron regresar, después de blindarse con la vacuna. Todos en común acuerdo prepararon el viaje. Esta vez pasaron de largo cuando llegaron al caserío de “Patucutal” olvidándose de recoger como se había acordado a San Francisco de Asís.

 Volvieron a retomar la vida cotidiana recuperando las derruidas casas y las haciendas sumidas entre el monte y el abandono. Los de “Patucutal” adoptaron a San Francisco de Asís y lo convirtieron en su Patrono oficialmente. Organizaban fiestas en su honor. Cuando pasaron muchos años los de Chacaracuar fueron a reclamarlo sin éxitos. Acudieron al Obispo de Cumaná para que intercediera pero todo fue en vano. Habían perdido la patria potestad sobre San Francisco de Asís. Era una pieza colonial elaborada en madera y de incalculable valor histórico y religioso. Estuvo a punto de perderse por un descuido de sus custodios, al ser atacado por las termitas que perforaron con sus diminutas cierras toda su espalda. Un restaurador experimentado de Río Caribe lo rescató y le devolvió su esplendor casi genuino por órdenes del Obispo. Regresó en un nicho elaborado en vidrio a “Patucutal”. Le celebraron una solemne misa y una fiesta que duro una semana. Y San Francisco de Asís no volvió a Chacaracuar nunca jamás.

 

 

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