Historia de un zapatero furtivo

Revista Literaria Galeradas. Oficio de zapatero

Revista Literaria Galeradas. Oficio de zapateroPor Alexis Reverón

La fama de Eugenio Luiciani se extendió por todos los pueblos del estado. Eran muchos los encargo, que optó por emplear a 4 ayudantes. Entre sus creaciones se encontraban botas, botines informales, sandalia de fiesta y tacones elegantes y muy versátiles, confeccionados de manera muy cuidadosa y con materiales de origen italiano de la mas alta calidad. Su estética única fue creando interés entre lo masculino y femenino.

Cada calzado llevaba su nombre oculto: “made in Luciani”. Su producción llegó a la elaboración de mas 200 pares de calzados de los cuales algunos llegaron hasta ciertas ciudades de Europa, donde sabe Dios que se producen los calzados de altísima calidad y variedad.

El Lunes 2 de Noviembre Eugenio Luciani acompañó a doña Arminda al cementerio, como de costumbre, para cumplir con la obligación de alumbrar y elevar oraciones a lo más alto por el ánima de don Alfonso Luciani. Su esposo. Eran las seis de la tarde y el camposanto estaba atestado de gente, que era casi imposible moverse entre las tumbas y panteones engalanados con flores, velas y velones.

Se escuchaba un murmullo de oraciones, indulgencias y penitencias por los fieles difuntos para así ayudar sus almas a alcanzar la purificación y ascensión junto al Señor. Doña Arminda compungida como si fuera el día y la hora en que ayudó a sepultar a su esposo musitaba: “que el alma de mi difunto esposo, por la misericordia de Dios, descanse en paz, amén.

Justo ese día, marcaría un antes y un después en la vida de Eugenio Luciani. Al cementerio había llegado don Nicoás Orsini y su hija Anunzziata Antonella, cuya grácil belleza, era ya el centro de las miradas. Ambos traían puestos los zapatos elaborados por Eugenio Luciani quien rápidamente fijo la mirada en ellos. Principalmente en Anunzziata, cuyos movimientos suaves trasmitían delicadeza y sutil elegancia.

Cruzaron miradas constantemente y la empatía no se hizo esperar. Eugenio Luciani experimentó por primera vez un inaudito entusiasmo de amor cuya explicación sólo la encontraba en el lar lirico de su imaginación poética. Se sintió infantíl y a la vez como que si navegara por un mar bravío, cuya nave sobrevive a una turbulencia implacable de amor.

En lo noche, ya tarde, llevó a doña Eugenia a la casa. No cenó. Con alguna excusa se marchó de inmediato y subió al mirador de “Cristo Rey” desde donde se tenía una panorámica dominante del pueblo. Por el sur se destacaba el objetivo a mirar: las miles de velas y velones encendidos a la vez en el cementerio. Un espectáculo único en el año, antes de los fuegos artificiales del 31 de Diciembre.

En medio de esa majestuosidad lumínica imponente a la mirada de Eugenio Luciani, lo llevó a ubicar con exclusividad la figura de Anunzziata. Se imaginó caminado junto a ella tomados de la mano haciendo zigzag entre panteones y lápidas. Solo ellos. Bajo la mirada inquietas y cómplices de las ánimas. Se sintió extremadamente feliz.

En los sucesivos días Eugenio Luciani se preocupó por buscar un acercamiento con Anunzziata. Cuestión casi imposible dado a que era prácticamente infranqueable esa posibilidad porque su padre no lo permitía. Era muy cuidadoso en ese sentido. Había educado a su hija bajo la férula implacable de su carácter. Quería para ella un “roce social” con gente de su clase.

Eugenio Luciani buscaba cualquier excusa para evadir el cerco que lo distanciaba de Anuzziata. El muro debía ser derribado a cualquier precio. Y él se lo había propuesto a costa de lo que sea y como fuera posible. Era una terquedad sustentada en una decisión pertinaz de enamorarse de alguien que le había correspondido aunque sea con una mirada pura aunque fugaz. Así lo creía él. Era su única fuerza. A lo sumo no se iba a doblegar a los obstáculos por muy contundente que éstos fueran.

Eugenio Luciani no pudo lograrlo en el día. Optó por las noches. Se instalaba a altas horas camuflado frente a la casa de don Orsini, buscando el menor asomo de acercarse a Anuzziata. Ninguna señal. Hasta que un día escuchó el rasgueo de un violín solitario. Las notas musicales se colaban por las rendijas de una ventana, que sin dudas, pertenecía a la habitación de Anunzziata. Así lo intuía.

En realidad así era. Las notas musicales pertenecían a la “Campanella” de Paganini. Ejecutados por Anunzziata con un virtuosismo digno de admiración. No cabía dudas que eran dedicados a él. Así lo pensó. Se atrevió por primera vez a tocar la ventana. Lo hizo y fue correspondido. Anunzziata abrió la parte superior de la ventana y lo saludó con una sonrisa pero sin emitir ninguna palabra. Le hizo señas de que le escribiera. Era la única forma de comunicarse en lo imposible. Cerró la ventana y siguió con sus “caprichos” de violín que caían sonoros y desafiantes en el silencio de la noche.

Eugenio Luciani se puso “manos a la obra” y diseñó un pequeño cofre de madera forrado con una fina piel de cabra española perfumado con un toque floral de esencia de jazmín. El cofre lo utilizaría como una “staffetta” para hacerle llegar las futuras 100 cartas o mejor dicho, el espistolario de amor, estructurados en odas y versos elementales surgidos del alma enamorada.

Así mantuvieron una relación amorosa por mas de un año en secreto bien guardado. Hasta que un día, por el mes de agosto, Anunzziata le dijo a Eugenio Luciani que su padre había decidido enviarla a París para que culminara sus estudios de violín en un

prestigioso Conservatorio. Viejo sueño de don Alfonso Orsini: ver a su única hija sentada en primera fila en una Orquesta ejecutando el violín de manera virtuosa. Se lo había propuesto y lo iba a cumplir.

Eugenio Luciani sintió que la separación era inminente. Y entró en un estado de incertidumbre y tristeza. Anunzziata partiría un viernes en la mañana a bordo del Vapor “Le Havre”. Le prometió que una vez terminados sus estudios regresaría y se casarían aún en contra de la voluntad de su padre. La despedida no se hizo esperar. Eugenio Luciani vio desde lejos el adiós de su amada. Anunzziata lo despidió con su copia de “stradivarius” tal y como lo había recibido aquella solitaria noche en su ventana.

El abatimiento de Eugenio Luciani no se hizo esperar. Cayó en una especie de depresión que lo llevó a postrarse en su cama. Se negó a recibir alimentos. El insomnio crónico se apoderó de su humanidad. Doña Arminda hacía todo lo posible paran convencerle que depusiera de esa actitud contra sí mismo. No hubo maneras. Su estado físico iba empeorando hasta que finalmente le sobrevino una embolia cerebral que puso fin a sus días.

Doña Arminda con ayuda de vecinos, preparó el funeral. La noticia de su deceso corrió de boca en boca. Ha muerto el “Zapatero de la calle Chamberí” decían. Don Alfonso Orsini envió el pésame a su madre y lamentó su muerte. Era un buen muchacho y tenía un talento único. Dios lo tenga en su santa gloria. Decía el telegrama.

Eugenio Luciani fue llevado al cementerio en hombros de sus vecinos que se turnaban voluntariamente para cargar el féretro. Sus potenciales clientes llevaban puestos los zapatos elaborados por él y como señal de rendirle tributo, cuando llegaron a la entrada del camposanto, se quitaron los zapatos y entraron descalzos al mismo. Cuando abrieron el ataúd hecho con madera de Ciprés para que doña Arminda le diera el último adiós, le colocó entre sollozos los zapatos que diseñó para su imaginación perfecta y que nunca los usó.

Al otro lado del mundo Anunzziata recibió la infausta noticia tres meses después mediante una correspondencia que le envió su padre y en donde le refería, entre cosas importantes y en pocas líneas sobre la muerte del “zapatero Luciani”.

Anunzziata se entristeció. Por un tiempo repasó el “epistolarios amorosos que le había dedicado Eugenio, su gran amor. Rememoró el encuentro furtivo en el cementerio. Un Domingo acudió a la Église Saint-Eustache y solicitó al sacerdote que se hiciera memoria en la celebración de la Euscaristía por su difunto amor: Eugenio Luciani.

Ese mismo día a la salida de la misa, Anunzziata se trasladó a las orillas del Sena, cerca del Parque Bercy. Allí abrió el cofre con las 100 cartas de amor que le había escrito Eugenio desde el fondo de su corazón enamorado. Con ellas fue fabricando barquitos. Los iba tirando uno a uno al río. La corriente los arrastraba en hileras que se perdían en el horizonte brumoso, rumbo al cielo imaginario donde se encontraba el alma de Eugenio Luciani el Zapatero.

Agosto de 2020

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