Una vida fallida

Revista Literaria Galeradas. Árbol desnudo

Revista Literaria Galeradas. Árbol desnudoPor Eric Holden

PRIMERA PARTE: LA SIMULACIÓN

Lunes, 2 de enero

Apagas la alarma y sigues acostado. Tita entra en la habitación para llamarte. Armado de valor, le dices que hoy no vas a trabajar: se ha anulado la consultoría. Vuelves a dormirte y no despiertas nunca más.  

¡Levántate, Santi! ¡Vas a llegar tarde!

Me incorporo al borde de la cama, aún somnoliento. Las 6:24 horas. ¡Bah! ¡Tiempo de sobra! Me ducho, me visto y me peino de mala manera. El espejo refleja cuatro mechones, la barba de tres días y mi estúpida cara. Con sumo gusto, me arrancaría la piel a tiras.

Cojo el maletín negro que suelo llevar a modo de bandolera y tomo café prestando poca atención a las noticias. Sobre el televisor, hay una fotografía de mis padres el día de su boda. Al verla, nunca siento nada. Son dos presencias extrañas para mí. Y me siento culpable por no sentir nada.

Nací meses antes de la epidemia de coronavirus que se los llevó por delante, de modo que crecí con mis tíos, pareja de clase obrera de origen humilde. Lo cierto es que me han tratado muy bien y han cubierto mis necesidades, pero ya no soy ningún crío: tengo treinta y cuatro años. Por lo general, es una edad tardía para emanciparte, ¿verdad? Yo también lo creo. Y mis tíos. Sostienen que ya es hora de independizarme. Insisten en que emprenda un «proyecto de vida». Dicho de otro modo: que los deje en paz. Ignoran que estoy atado a una mentira colosal…

Tita y yo salimos juntos del bloque de Margot, pueblo costero en el que vivimos. Tras estar media vida de operaria en una lavandería industrial, ahora Tita trabaja de camarera de pisos en un hotel de poca monta. Antes de unirse a otra kelly en la primera esquina, me pregunta:

—¿Tienes dinero?

—Claro.

Pero no. No llevo efectivo y tengo la tarjeta de débito caducada, aunque dispongo de bonos suficientes para viajar toda la semana a Bardot, municipio a veinte kilómetros con un tejido productivo más o menos diversificado. Así que me dirijo a la estación de autobuses, tomo el primero que sale, el de las 7:15 horas, y me siento en la parte trasera, junto a la ventana. Observo cautelosamente a los pasajeros que se posicionan. Temo encontrar a conocidos entre los ocupantes. Estoy obsesionado. Incluso los agrupo en función de lo que significan en mi vida, sentimientos que me generan, etc. Mujeres del pasado: amores imposibles, amores fugaces y amores duraderos. Amigos de la infancia: cabrones, canallas y capullos. Antiguos compañeros de trabajo: mayoría repulsiva contra minoría bondadosa.

Grupos poco ecuánimes por lo demás.

Grupos cuyos miembros han desaparecido de mi vida.

Cuando una mujer con gabardina sube al autobús, doy un respingo. ¡Merce! Mi último amor duradero. Y perdido. Como siempre ocurre. Rompimos hace siete años, tras un noviazgo de dos y medio, y ya perdimos el contacto, si bien ella quería preservar la amistad. La corté de raíz cuando me enteré de que se enrolló con un fulano a lo Brad Pitt mientras yo exprimía la opción remota de volver con ella, intentando conmoverla con patéticas súplicas o anhelando que mi ausencia le resultara insoportable.

Huelga decir que ningún recurso pueril vencería a un fulano a lo Brad Pitt.

Merce (ni Mercè ni Merche) avanza por el pasillo y sus ojos pardos algo rasgados brillan al verme. La repaso de arriba abajo pensando ¿se habrá afeado? Varios retoques embellecen su figura, en cambio: labios carnosos, piel trigueña y ¿pechos abultados? ¡Adiós a su complejo de pecho plano! ¡Complejo que le traumatizó! Amigas íntimas la llamaban tabla de planchar a sus espaldas mientras niñatos le soltaban a bocajarro: «Merceditas, ¿cuándo te van a crecer las tetitas?». He aquí la respuesta: incremento artificial pasados los treinta. Lo aprecio de veras cuando se acomoda en el asiento contiguo y me besa cerca de los labios con esa mezcla de ingenuidad y provocación.

—¡Santi! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás?

—¡Hola! Ahí vamos. ¿Y tú?

—Ya me ves, casi pierdo el bus. ¡Me alegro de verte!

—Igualmente. Entre la cirugía estética y el paso del tiempo, pensaba que sería irreconocible.

—¿Va con segundas? —replica con sarcasmo—. Tanto tiempo sin vernos no sabía si… ¡Mira que te he llamado veces! ¡Estaba preocupada por ti! ¿Cuánto ha pasado? ¿Más de seis años?

—Por ahí. La introspección se me ha ido de las manos. ¿Conoces esa sensación de que nadie te valora? ¿De que no aportas nada a la sociedad? Pues ando sumergido en ella.

—¡Aislarse es la peor solución! ¡Tienes que cuidar a tu gente! ¿O quieres ser un marginado toda la vida?

—Me acordaré cuando no venga a mi funeral ni dios. Bueno, espero que él si acuda. Y eso que soy agnóstico.

—Tampoco estarás como para acordarte… Conque haces vida de monje, ¿eh? ¿Te gustan mis nuevas tetas?

—Para formarme una opinión válida, primero tendría que palparlas —murmuro en tono burlón.

—¡De monje nada, monada! ¡Y ni se te ocurra, so pervertido! A pesar de todo, sigo con mi madurito particular.

—Es que lo has preguntado como si estuvieran de oferta. Menos mal que no es un tres por dos o algo por el estilo.

—¡Las narices! ¡El capricho me costó un ojo de la cara! Pedí un crédito y todo. ¡Imagínate!  Creo que el banquero me lo concedió porque se puso cachondo perdido…

—También imagino el eslogan publicitario: ¡adquiere tus nuevas tetas en comodísimos plazos! En cualquier caso, el tacto confirmaría si el dinero ha estado bien empleado.

Merce frunce el ceño y se arrebuja con la gabardina.

En general, mis bromas nunca le hacen gracia. Incluso me reprendía cuando las manifestaba en público. Una vez, cenando con su familia, aludí a los desaparecidos del banco republicano de la guerra civil como abono de cunetas y Merce aulló: «¡Deja ya las gracietas! Mi bisabuelo fue fusilado por el bando nacional y nunca encontraron sus restos».

¿Dónde vas, Merce?

—Tengo que llevar los papeles del paro. He estado currando en una residencia de ancianos, pero no me han renovado el contrato.

—¿Residencia?

—¡Sí! La marisquería cerró y retomé los estudios. Hice el bachillerato nocturno y me saqué el módulo de auxiliar de geriatría. ¡Qué alegría tener el titulo enmarcado! Y el curro me mola bastante, eh. Se me da bien tratar a la gente mayor. ¡Son tan agradecidos! ¡Grrr! Lo único que me joroba es que gente allegada diga que me paso el día limpiando culos. Se podrían ir un poquito a la mierda, ¿no crees?

—Nunca mejor dicho. Y nunca entenderé por qué se estigmatizan empleos mucho más dignos y respetables que los cachondos banqueros. ¿Y cómo que te dio por geriatría? ¿Cierta querencia por los hombres mayores, tal vez?

—¡Ejem, ejem! Estuve dudando entre varias ramas, pero el orientador laboral me recomendó el sector de los cuidados porque está en auge en sociedades envejecidas. Me decía que la pirámide demográfica habla por sí sola. Y fíjate ahora: ¡al paro de cabeza! 

—Sufrimos una crisis galopante que golpea a todos los sectores. Pero bueno, míralo desde otro ángulo: tú decías que te pasarías la vida sirviendo pulpo a la gallega a cretinos, que era tu maldición.

—Eso creía yo. Pero mis padres se divorciaron y el negocio se fue al garete, ahogado en deudas. Mi padre empezó a trampear con proveedores porque se fundía las cajas del día en putas y cocaína y acabó organizando timbas de póker para recuperar el dinero. No consiguió una mierda, claro está —explica con indulgencia—. Quién iba a suponer que bala perdida la liaría parda, eh.

Lejos quedan los días en los que Merce negaba los vicios de su padre, quizá avergonzada de él. Bala perdida ya había quebrado un comercio de electrodomésticos y un negocio de muebles cuando abrió la marisquería. Ahí conocí a Merce. Lo suyo fue amor a primera vista. Sus primeras palabras la delataron: «¿A quién se le ocurre venir a un restaurante a las doce de la noche? ¡Te falta un hervor!».

Por otro lado, el divorcio de sus padres me importa un bledo. Nunca me vieron como futuro yerno. Oí a su madre decir: «Búscate un pretendiente mejor que ese pánfilo».

Hay que reinventarse constantemente —añade con ojos risueños—. Jamás quedarse estancada.

—Suena a curso de motivación personal.

—Suena a consejo de orientador. Me ha servido un poco de mentor. Igual también me apunto a un curso de estética que dan en el paro. ¡Paso de quedarme cruzada de brazos esperando ofertas que no llegan!

—Alguna caerá, ¿no?

—Sustituciones de tres o cuatro días, algún contrato a tiempo parcial por semanas. Un asco, vaya.

—¡Precarización brutal de la clase obrera! ¡Muerte a la globalización neoliberal! ¡Muerte al Sistema!

—Si yo te contara… Curré un par de semanas en un centro de día que nos tenía explotadas. Hacíamos jornadas larguísimas, de doce o catorce horas diarias, pero cotizábamos por mucho menos.

—¡Chanchullo denunciable! ¡Abuso inaceptable! ¡Patrón al paredón!

Merce se ahueca la melena caoba mientras reniega de la inspección de trabajo, de la justicia patriarcal y hasta de la democracia liberal. Advierto algún que otro mechón anaranjado tras su oreja, rasgo de sus años mozos, cuando seguía la moda punki y un estilo de vida alternativo. A la par que yo coqueteé con grupos comunistas, ella se imbuyó en ideología anarquista, consumió drogas sintéticas y participó en orgías semiclandestinas. Al principio, su faceta sexual me atrajo e intimidó a partes iguales. Luego me enfureció, pues follábamos de forma convencional, exenta de transgresión.

A decir verdad, volvería a aquellos días sin pensármelo dos veces. Cuando mi vida sexual era algo activa. Cuando la vida aún ofrecía rendijas de luz.

—¿Cómo hacer un proyecto de vida con tanta incertidumbre en el horizonte? —reflexiono a media voz.

—¡Tú no te quejes! ¡Me han dicho que te han hecho fijo en la consultoría Omega!

—¿Quién?

—Este pueblo es pequeño y la gente tiene la lengua muy larga. Tu curro está cerca de la oficina del paro, ¿no? Podemos ir juntos un trozo, si te parece.

—Como quieras. ¡Putas habladurías! ¡Qué gentuza! ¡Viva el exilio interior y la misantropía! —declaro. Le han transmitido información falsa: no tengo contrato fijo ni de ninguna otra modalidad.

—¿Gentuza? Me lo ha dicho mi madre. Como curra en la peluquería de Cándida, se entera de todos los chismes. ¿Sabes que se ha arrejuntado con el cirujano plástico que me ha operado?

—Ni idea. La vida es una caja de bombones, que diría mi amigo Forrest Gump. Supongo que se lo habrá oído a mi tía, que se pasa de vez en cuando por allí. Por lo visto, para cotillear.

—Y, por lo visto, sigues sin tener coche. ¿Cuándo piensas comprarte uno?

—Cuando se instaure un régimen comunista en este país.

—O sea, nunca. ¡No tienes remedio!

Así es. No tengo remedio. Ni tampoco coche. Lo que seguramente influyó en que Merce finiquitara lo nuestro. Cuántas veces se quejaba en plan: «Estoy harta de ir andando a todos los sitios; me van a salir callos en los pies». Incluso cuando sugería en tono lascivo: «Te gustaría follarme en una limusina?», yo hacía caso omiso. La reiterada alusión a la limusina me mosqueó, pues inferí que quería un novio con coche lujoso (nunca entendí aquella obsesión, cuando ella no tenía ni carné de conducir). El detonante de la ruptura fue, en cualquier caso, mi incorregible inmadurez, o al menos eso adujo: «Ha llegado el momento de dejarlo, Santi. Esto no da más de sí. Tu sigues instalado en una suerte de inmadurez emocional y yo necesito un hombre con las ideas claras».

Encajé el golpe emborrachándome con su padre. Creo que fue el único momento en el que le caí bien.

 

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