Una forma de felicidad

Por Alberto Martín-Aragón

EMPEZARON a picarme los aledaños de la polla y no tardó en extenderse el picor a la misma polla, pero no hice nada por procurarme un inmediato y presuroso alivio porque me hallaba en el Congreso de los Diputados, concretamente en el salón de los Pasos Perdidos, y delante de mí se encontraba el que era a la sazón el ministro del Interior del Gobierno de España. Aquel señor, del que se decía que tenía el Estado en la cabeza, se disponía a estrecharme la mano y no me pareció buena idea rascarme la zona genital en ese preciso instante. Imaginen qué expresión se hubiera dibujado en el rostro de aquel ínclito caballero si yo me hubiese llevado unos dedos a los dominios de mi verga posponiendo por unos segundos un apretón de manos tan institucional. Corría el año 2006 y yo trabajaba por entonces de periodista en un precario pero exaltado rotativo de ideas católicas, y mi modesto currelo me obligaba en ocasiones a cubrir algunos actos en la Cámara Baja. Aquel día, en el salón de los Pasos Perdidos, había amables y estoicas camareras distribuyendo copas de champán y vino entre nubes de políticos y periodistas cuyas voces achispadas y vanidosas formaban un zumbido desapacible. Se conmemoraba otro aniversario de la Constitución y olía a democracia de cartón piedra.

Se me había encomendado la misión de hacer una crónica de ambiente. Mis jefes pensaban que eso era lo único que sabía hacer. Y yo pensaba que mis jefes no sabían hacer nada excepto tocarme las napias, algo que hacían de maravilla. Comoquiera que no me apetecía estar aquella mañana en el Congreso, pues la noche antes un moldavo me había propinado un puñetazo en la panza a las puertas de un local de striptease y yo andaba raquítico de confianza, me puse a beber champán compulsivamente con la esperanza de que mis niveles de autoestima subieran rápidamente. Mi actitud y mi aspecto eran los de una cabra amedrentada en medio de aquel aturdidor enjambre de voluminosos egos. Y eso era algo que no podía permitirme, toda vez que yo intentaba comportarme siempre como un solvente y decidido periodista incluso en las jornadas en que me sentía más inútil que un condón roído.

Me hallaba en un rincón del salón escuchando engoladas bravuconadas de unos diputados secesionistas que detestaban España pero que vivían gracias a ella y gracias a los millones de idiotas que se tomaban en serio sus mentiras. No tardé en achisparme y en sentirme menos vulnerable. Los dedos de mi mano derecha sostenían mi sexta copa de champán y me disponía a apurarla cuando un hombre de barba canosa y de calva vagamente frailuna se acercó a mí tendiéndome la mano, una sonrisa policiaca en los labios, los ojos irónicos y cansados. Era el temido y legendario Pérez Rubalcaba, idolatrado por quienes estiman que lo más grande que le puede pasar a un hombre es tener el poder de controlar la vida de millones de personas. Yo no podía dar crédito. El ministro del Interior deseaba saludarme a mí, expresamente a mí, un oscuro gacetillero con reputación de prosista enrevesado y extravagante entre sus colegas. Entonces sucedió. Un intenso picor principió a acosar mi virilidad. Me sentí miserable, enano, menesteroso. Yo deseaba apretar con fuerza y convicción la mano de aquel genio de la manipulación y de la intriga, pero aquellas molestias quebraron una gran parte de mi amor propio y ofrecí al ministro una mano floja y dubitativa. Es frustrante lo que puede provocar un picor de genitales en un momento que se nos antoja decisivo para nuestra carrera profesional. 

Mientras Rubalcaba me estrechaba la mano con moderada calidez y masculinidad, me preguntó con untuosa camaradería:

—¿Cómo va todo, Alejandro?

Noté una vaharada de frío en las entrañas y lamenté no ser una mosca que pudiera salir volando de aquel lugar. 

—Creo que me confunde con otra persona, ministro —musité. 

Rubalcaba frunció el ceño y ocultó su embarazo en una sonrisa artificiosa. 

—Perdona. Eres igual que Alejandro. 

No supe a qué Alejandro se refería y no tenía el menor interés en descubrirlo. El ministro me dio una palmada en un hombro y se alejó de mí con ostentosa calma. Me sentí insignificante y absurdo. Pero conocía muy bien esa sensación y los nauseabundos tiempos de darme lástima ya habían quedado muy atrás. Así que suspiré y me rasqué la polla y sus aledaños sin ningún disimulo, hasta con orgullo y donaire, demorándome en el acto de la frotación para degustar el regocijo que se iba adueñando de mí a medida que la sensación de alivio se intensificaba. Algunas personas me miraron con asqueada perplejidad. Yo les sonreí y farfullé unas explicaciones confusas relacionadas con la sensibilidad de mi piel en ambientes cerrados. Aquellas explicaciones solo me sirvieron para despertar más animadversión hacia mi persona. Busqué a una camarera y me hice con otra copa de champán para reconstruir mi espíritu. Y lo conseguí. Más o menos. 

Cuando llegué a la redacción de mi periódico, escribí una crónica que era pura ficción. Si hubiera escrito la verdad, que es lo que escribo hoy aquí, nadie me habría creído y me habrían tomado por loco, condición que, de algún modo, ya se me adjudicaba por entonces de modo parcial. Hoy, mientras escribo estas líneas y la soledad y el silencio y el fracaso me recuerdan que son mis soberanos, me rasco la polla y siento que estoy vivo a pesar de todo, y siento que es maravilloso sentir picores en la polla y aliviarlos con dedos gentiles y leales porque todo eso es una forma de felicidad.        

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