The Queen

Gaitero artículo

Por Alberto Martín-Aragón

NO hay duda de que la reina Isabel II ha sido despedida con torrencial cariño, devoción y respeto. Y esta circunstancia ha causado el asombro de quienes creían que la monarquía británica era una especie de maquinaria oxidada cuyo colapso se produciría tan pronto como falleciera la longeva monarca. También se percibe con nitidez el enojo y la decepción de quienes confiaban en que el nuevo rey, Carlos III, fuera a ser objeto del desprecio y del desdén de sus súbditos al no estar su madre delante para enderezar a los díscolos. Parece que Carlos III todavía no ha sido abucheado ni acribillado a tomatazos por ningún inglés o escocés o ciudadano de la Commonwealth. La realidad es que bastantes antimonárquicos viven en un mundo más ficticio que los monárquicos. Quizá porque sobrestiman el poder de una ingeniería social promovida por filántropos multimillonarios ávidos de acabar con determinadas costumbres y tradiciones a fin de imponer y de hacer hegemónicas sus visiones del mundo. 

Los gobiernos puestos por las élites económicas han obligado a los seres humanos a llevar una existencia carcelaria durante casi dos años en nombre de un rígido e inhumano concepto de salud. Muchos tienen la certeza razonable de que los confinamientos masivos y los toques de queda, entre otras medidas impuestas a causa del Covid, no han servido para salvar vidas y sí para matar la voluntad, el coraje y la alegría de muchos ciudadanos. Ahora los líderes occidentales ordenan a sus sociedades que pasen frío en invierno y que vivan felices en una oscuridad solidaria para que un comediante ucraniano al servicio de la OTAN pueda seguir jugando a la guerra mientras sus compatriotas siguen muriendo. La gente percibe que se le está tomando el pelo y que se la está metiendo en otro jaleo sin haberlo pedido, pero la mayoría no se atreve a alzar la voz porque tiene miedo a ser acusada de insolidaria o de traidora. 

Cuando todo naufraga en una angustiosa incertidumbre y los líderes mundiales solo auguran días duros mientras vuelan en sus aviones privados, muchos individuos se aferran a la tradición o al trozo de tradición que les queda. Es el caso de los británicos, que no han dudado en renovar su fe en la monarquía. Sus expresiones al ver pasar el féretro de su reina muerta parecían proclamar: “Podrán abocarnos a un porvenir de estrecheces y de precariedad en aras de aplicar los puntos de alguna agenda globalista, pero no nos quitarán nuestros símbolos ni nuestros rituales, porque sin estos símbolos y sin estos rituales no seremos más que otro país desteñido y paniguado”. Muchos hacen befa de estas expresiones de devoción monárquica y nacionalista. Es lógico. Cuando un país parece unido en torno a algo, la envidia se alza en todas las direcciones. 

Mi republicanismo no me impide admirar a los británicos cuando demuestran que, además de embriagarse, saben escenificar su fe y su esperanza. No en balde casi todos son magníficos actores y atesoran un don para dramatizar la vida y la muerte. Ciertamente parte del poder de su país se ha vertebrado sobre la conquista y el expolio de otras zonas del planeta, pero no hay nación grande que no haya robado ni asesinado para lograr su esplendor y su influencia. Por otro lado, sería mezquino olvidar que ese mismo país, tan cargado de pecados imperialistas, se enfrentó a Hitler y a los nazis cuando casi nadie se atrevía a hacerlo. Gran Bretaña ha demostrado que se puede ser conservador y antifascista al mismo tiempo, algo que siempre incomoda a los totalitarios.

Mi republicanismo, en fin, no fue obstáculo para que me emocionara con el espectacular funeral de Isabel II. Obviamente mi republicanismo nada tiene que ver con el que se estila en algunas sectas de la extrema izquierda, consagradas a insultar a un anciano rey que ayudó a traer un régimen parlamentario a España. La voz entre elegiaca y heroica de esa gaita que se despedía de la soberana mientras su féretro descendía a la cripta de la capilla de San Jorge, en el Castillo de Windsor, resume lo que es un reino que se niega a morir, aunque siempre parezca al borde de la extinción.

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