Por Alberto Martín-Aragón
Gorbachov ha muerto y no sé muy bien qué decir. No porque yo carezca de una opinión sobre el último presidente de la URSS, sino porque creo que mi opinión sobre Gorbachov no es demasiado original. O quizá no tenga realmente una opinión clara y precisa sobre este célebre ruso que, tras recibir los agasajos y piropos del llamado mundo occidental por aplicar la eutanasia al Leviatán soviético, acabó protagonizando un anuncio de Pizza Hut. Me hago viejo y me cuesta tener opiniones claras y precisas sobre muchas cosas. Cuando era joven, todo me parecía muy claro y me burlaba de la gente que dudaba de casi todo. Lleva años dejar de ser un absoluto idiota. Y a veces la idiotez no desaparece del todo. Pese a los muchos interrogantes que se amontonan ahora en el desguace de mi mente, sí conservo la certeza de que Dostoyevski y otros escritores rusos justifican la existencia de Rusia. No es mi intención hablar de Rusia, pues mis opiniones sobre Rusia no se parecen nada a las que actualmente se vierten en los medios de comunicación sobre ese país. No quiero enfurecer a los idólatras de los relatos oficiales. Entiendo que la vida de muchas personas sería insoportable si se atreviesen a pensar por sí mismas.
En realidad quiero escribir sobre un escritor japonés llamado Osamu Dazai. Y quiero escribir de él (solo un poco) porque hay algo en los personajes de sus novelas y relatos que me recuerda al nihilismo de algunos personajes de Dostoyevski. Me refiero a ese nihilismo histriónico y bufonesco que tan magistralmente sabía describir el autor de Apuntes del subsuelo o Los demonios. Un nihilismo de fuste tragicómico que nos permite contemplar las regiones más malolientes y repulsivas del ser humano sin perder la esperanza ni las ganas de soltar una carcajada. Por cierto, empecé a leer a Dostoyevski cuando Gorbachov vino de visita privada a España en 1992. Por cierto, empecé a sentir cierta simpatía por Gorbachov cuando reparé en que mi padre guardaba un cierto parecido físico con él. Y no lo pensaba solo yo, sino todos mis tíos y primos. Si mi padre, a despecho de nuestras diferencias y desencuentros, me caía simpático, ¿cómo podía caerme antipático un hombre que parecía ser su doble ruso? Obviamente entre mi padre y mi Gorbachov había muchas diferencias. La más importante para mí era que mi padre no había leído a Dostoyevski y que Gorbachov, sí.
Yo creo que mi padre, que se fue de este mundo hace casi cuatro años, habría disfrutado bastante leyendo a Dostoyevski, pues mi padre era exagerado y teatral a la hora de expresar sus terrores, y había días en que parecía un personaje del escritor ruso, si bien era un hombre que no se despeñaba por lo trágico porque en otra parte de su alma persistía un elevado sentido del orden y de la disciplina. Osamu Dazai, que es el tipo del que quería escribir (solo un poco), fue el décimo hijo de una familia acomodada. Se suicidó con su amante en 1948. Pero antes de eso llevó una vida bohemia en Tokio y escribió varios libros sobre tipos desesperados y sensibles que siempre tienen problemas de dinero y que hacen ingeniosas payasadas antes de plantearse si se matan o si siguen sufriendo en esta fábrica de vanidades. Declive, Repudiados e Indigno de ser humano son sus novelas más célebres. Si usted está desesperado, o cree estarlo, haría bien en zambullirse en alguna de estas obras. Encontrará consuelo y compañía, y quizá caiga en la cuenta de que siempre se puede estar peor. Y quizá no pueda evitar soltar una carcajada. Porque Dazai, como Dostoyevski, pertenece a esa estirpe de escritores que nos enseñan a hacer bromas en el infierno, algo que solo pueden hacer los seres humanos, algo que nos hace ridículos pero también dignos y valerosos.
Ha muerto Gorbachov y su muerte me ha llevado a escribir sobre Dostoiesveky y sobre mi padre, aunque no era mi intención. O quizá sí lo era. Bueno, mi intención era escribir sobre Osamu Dazai y pasar un buen rato. Tenemos derecho a reírnos en el abismo.
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