Por Alberto Martín-Aragón
ME detesto cuando escribo sobre política y sobre políticos porque tengo la impresión de que eso me hace parecer un tipo resentido e irascible. Quizá yo sea alguien resentido e irascible, pero me parece descortés y zafio evidenciarlo en cualquier escrito u ocurrencia. Lo cierto es que me pongo nervioso cuando hablo de la gente que parece sacar nuevas leyes con el único propósito de complicar la vida a quienes intentan sobrevivir sin convertirse en delincuentes o en idiotas. Es arduo parecer moderado y transigente cuando uno se ha propuesto conservar un mínimo de integridad moral en una sociedad que acata sin apenas rechistar normas contradictorias y absurdas. Uno puede tirar de sentido del humor y de sarcasmos para ofrecer pose de señor estoico o flemático, pero hay momentos en que el moralista que llevamos dentro de nosotros se asoma al mundo y entonces corremos el riesgo de ser catalogados de predicadores.
Tampoco hay que avergonzarse de ello. Creo.
Todo ser humano que se toma en serio acaba sermoneando al prójimo. Y la mayoría de los seres humanos que tienen algo que perder se toman en serio o muy en serio a pesar de que algunos aseguren que todo les importa ya un comino. Por muy desapegado que uno esté de la realidad y del propio yo, nadie queda exonerado de experimentar unos segundos diarios de intenso amor propio, que es uno de los motores de nuestra tendencia a juzgar y a querer que el mundo se asemeje a nuestra mente. Y quien escribe que se detesta cuando escribe sobre un determinado asunto, como he hecho yo al comienzo de este artículo o simulacro de artículo, está admitiendo que se toma muy en serio. Y esto me hace detestarme aún más, pues he dedicado muchos años de mi vida a procurar tomarme a broma, algo que a veces he logrado pero que no he logrado completamente. Si lo hubiera logrado completamente es evidente que no escribiría nada, absolutamente nada, puesto que escribir es un acto de vanidad voluminosa. No hay escritores humildes (Perdón por la obviedad). Incluso si yo me proclamase uno de los peores escritores del planeta (suponiendo que yo sea realmente escritor), estaría demostrando una enorme soberbia. De hecho, creo que ya estoy exhibiendo una soberbia notoria al conjeturar sobre mi posibilidad de ser más soberbio de lo que ya presumo ser.
Alguien puede pensar que mis reflexiones son una tomadura de pelo y quizá no ande descaminado. Pero debe tener en cuenta que toda divagación que se cuestiona tercamente a sí misma adquiere la consistencia de la broma. La broma no es más que un agujero negro en la galaxia de la seriedad. El terrorista del análisis no ilumina la vida, sino que la enmaraña y oscurece. Sé lo que digo. Creo. He analizado naderías y menudencias hasta la saciedad y quizá me he convertido en uno de los tipos más confusos del mundo. Pensar así, no obstante, es presuntuoso y, si se me apura, megalómano. Hay millones de paladines de la confusión y su número no deja de crecer tanto en la política como en otras disciplinas. Y sobre algunos de ellos pretendía escribir esta tarde, pero no quería ponerme demasiado nervioso, porque cuando me pongo nervioso, insisto, tengo la impresión de estar soltando un sermón y eso, repito, me hace detestarme. Ciertamente hablo demasiado de mí mismo, pero es la única materia de la que puedo hablar con un mínimo de rigor y sin enfadarme en exceso.
Es hora de tomar un poco de vino y de contemplar el frío de los árboles. «La sabiduría del día adquiere la forma de un bello árbol». Esto último no es mío, sino de Saint-John Perse.
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