Quédate en casa, Por Luis Folgado

Rider

Recuerdo una impagable parodia de Les Luthiers en la que un aguerrido dictador bananero se vanagloriaba de sus logros, a lo largo de toda una década, en los siguientes términos: «Hemos limpiado las calles de delincuencia, de pornografía, de gente». 

Como una jaculatoria  («mantra» para los modernitos), los nuevos profetas del bienestar no cejan en su empeño de vernos a todos hogareños y a este paso lo van a conseguir. Durante el transcurso de la reciente pandemia, los gurús a la caza de sus momentos gloriosos en las redes y en los medios convencionales ondeaban sus pancartas salvadoras con la inscripción «QUÉDATE EN CASA» a toda mayúscula. El colmo, una reputada viróloga de todos conocida, auguraba más y más olas cargadas de muerte mientras se indignaba viendo cómo la gente andaba por las calles en busca de virus y de libertad. Algunos médicos nos amenazaban con los siete males si salíamos a la calle, no importaba nuestra edad o si dejábamos de trabajar (y de ganarnos la vida). Sin embargo, nuestros héroes no dejaron de facturar en ningún momento. Los boticarios, otrosí, nos cobraron cantidades desorbitantes por unas mascarillas de dudosísima eficacia, mientras nos arruinábamos en el nombre de la salud y el orden. Eran y son nuestros héroes y a ellos debemos nuestras vidas, seguramente.

Como a vacas encajonadas nos quería el gobierno y no dudó en decretar un confinamiento atroz que, más delante, Tribunal Constitucional, veloz como un rider, declararía ilegal (ya para qué).

Decía Aristóteles que «lo único que tiene valor en un hombre (y una mujer) es su amor a la libertad» y uno es un seguidor enfermizo de los preceptos del sabio que tan sutilmente definió la virtud. Virtuoso o no tanto, lo pasé pirata de fiesta en fiesta clandestina, allende las naves industriales más sórdidas de la periferia de Madrid. Lo confieso — ahora que ya no me podéis meter en la cárcel— me pasé por el arco del triunfo el confinamiento ilegal que decretasteis y salí en busca de aquellos virus a pecho descubierto. No me lo he pasado tan bien en todos los días de mi vida. Incluso, mi mejor amigo se echó una novia transgresora bien bonita, después de bailar unas bachatas clandestinas en un polígono industrial de Fuenlabrada, a las tantas de la madrugada y justo antes de salir por piernas delante de unos policías que se habían tomado más en serio perseguir a todos los que estábamos hartos de tanta represión que a los delincuentes que asedian la capital de España todos los fines de semana. ¡Ah! No pillamos el virus —para tranquilidad de nuestros héroes— en ninguna de estas fiestas de libres de mascarillas.

Quédate en casa, no seas malo. Ahora pides un ciclista (odio lo de rider) y te lleva al chabolo lo que quieras, lo importante es que te quedes dentro porque, de lo contrario, un ciclista o el conductor de un patinete cargado de comida basura podrían atropellarte. No es necesario que te molestes en ir al cine: puedes pincharte un macanazo en cualquiera de las plataformas que ofrecen series de una mediocridad supina a bajo coste. El metaverso promete: podrás, auguran, visitar una librería virtual que te parecerá de verdad, después de enchufarte a unas gafas enormes, en la que podrás adquirir cualquier libro que un patinador te llevará a casa velozmente. También podrán cortarte la cabellera sin moverte de tu hogareño sofá e, incluso, ponerte pechos o hacerte una liposucción por muy poco dinero. Lo importante es que te quedes en casa, ya lo sabes.

También desde el sofá de casa, el piloto de un dron podrá destruir una central nuclear mientras acaricia a su perro salchicha y se come una hamburguesa, fría y grasienta, que le acaba de proporcionar uno de estos ciclistas malpagados. ¡Esto sí que es «un gran salto para la humanidad»!

Cuando era pequeño, y de eso hace ya demasiado tiempo, el eslogan de los machos ibéricos más combativos era: «La osa en casa y con la pata quebrada». Pueden imaginar la libertad de las mujeres de antaño (la misma que la de las mujeres musulmanas de ahora). Nuestros próceres actuales quieren a la osa y al oso en casa todo el tiempo, ¿por qué será?

¿No es más fácil ir al cine, comerse una tortilla de patatas en un bar o visitar una librería en busca de libros maravillosos? ¿Por qué demonios nos quieren metiditos en casa?

Cortarse el pelo en una barbería siempre ha sido una delicia. No hace tanto, un barbero locuaz te ponía al tanto del Campeonato Nacional de Liga, te refería los índices bursátiles o te provocaba con teorías descabelladas sobre el orden mundial. ¡Cuántos peluqueros habrán acabado con el terrorismo de ETA en sus interminables conversaciones, mientras no paraban de agitar las tijeras! Dentro de muy poco, un peluquero podrá dejar lista nuestra cabellera desde Nigeria y sin mediar palabra. ¡Esto sí que es un adelanto!  

Nos quieren en casa y viendo pelis estúpidas porque ninguna revolución se ha hecho desde el sofá. Un pueblo que no sale de casa es un pueblo que se las va a tragar dobladas con la misma fruición con la que engulle comida asquerosa que viene en el cajón, también asqueroso, del conductor de un patinete estresado.

Los sindicatos siguen si sacar a la calle a esta sociedad arruinada que ya solo espera el saco de arroz de las subvenciones estatales. Mejor te quedas en casa que ya te mandamos el arroz nosotros, parecen sugerir.

Quedaros en casa si os apetece, que yo me voy por esos mundos en busca de tabernas llenas de gente que bebe y ríe, de parejas que se besan sobre un banco de madera, de beatas que se quejan de todo después de misa, de niños que se pelean en el parque; de vida. Da igual si por el camino me atropella un ciclista con el cajón de su bici lleno de mierda.

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