Para jamás irme

Por Israel Selassie

Revista Literaria Galeradas. Nostalgia
Foto álbum

La nostalgia la inventó Ulises. Se supone que, tras la guerra de Troya y su odisea, el rey de Ítaca, pese a sus amoríos forzados, no renunció a la calidez del rescoldo de Penélope, de su palacio y de su pueblo. Le traicionaran o no los suyos, Ulises volvió: su emoción perpetuaba el nóstos, aniquilando el dolor por el regreso.

A mi me pasó algo similar y a día de hoy siento eso mismo. La calidez de mi corazón, que a ratos quiere arder y salirse de sus ventrículos, rara vez es generada por algo real, tangible y visible desde que sé de ella. La Vida, la mejor de las celestinas y la más tajante de las parcas, se encargó de presentarnos. Fue en una redacción en la cual yo ya tenía los días contados. Recuerdo que, por entonces, yo estaba inmerso en un proyecto en el que el Tarot tenía que inundarme por completo a fin que yo pudiera desenvolverme bien en la novela que estaba escribiendo. Mi quizá exceso de osadía había dilapidado una opción más de intimar: lo cierto fue que un psicólogo —que tiempo después se dormiría ante mis ojos en plena visita—, me recomendó que me sacara el peso de encima y le dijera lo que sentía a M. y que, de paso, le preguntara si alguna vez sintió algo por mí. Dijo que no. La reacción posterior, por teléfono móvil, una vez me disculpé por las maneras y por haberme declarado en horas de trabajo, fue sádica.

Viajé a Roma y leí a Séneca. Antes, no obstante, una chica había venido a la oficina. Días después se sentaría en su silla. Yo, a priori, creí que era famosa, pero resultó que era «becaria», palabra aborrecible en todo sentido. El Tarot me decía que ella suponía un cuatro de copas, «un regalo del cielo que yo no quería ni siquiera considerar». Una vez hube leído que «a la gente buena le pasan cosas malas porque el Bien tiene que endurecerse y hacerse fuerte», volví a la redacción: yo era un vendaval y lo sabía, pues lo percibía en la mirada de algunos.

Para ser sinceros, a Ella, la conocí en el bar. Se estaba comiendo un bocadillo de tamaño ciclópeo, mientras su cuerpecito esbelto, su mirada sidérea y su aura fulgurante me transmitieron una felicidad y una alegría pasadas (también un oxímoron bastante gracioso). No pasaba por mi mejor época, desde luego. Aun así, aposté por esa «copa» y empecé a escribir sin descanso. Cuando la compañera a la que me había declarado volvió de su viaje, el ambiente se enturbió de una manera que la densidad etérea podía verse encima de nuestras cabezas mientras escribíamos y editábamos el informativo. Por las noches, antes de ir a dormir, meditaba e imaginaba, soñaba como Ella y yo nos cruzábamos en el pasillo de los lavabos y nos escapábamos de la cotidianidad de nuestros nervios frágiles y nuestra timidez congénita. Alguna vez ocurrió: allí nos vimos. Pero todo fue demasiado rápido. A penas unas pocas palabras, insuficientes como para fluir.

Entablaríamos conversación por una conocida red social y yo le relataría un sueño que tuve guiado por el Tarot y empujado por mí. Tenía que hacerlo en honor al arte y por amor. Y claro, la precipitación causó una gravedad redimensionada que hizo verter esa copa que soñaba con llenar. Durante tres noches tempestuosas estuve batallando contra la Sombra, la Noche y el Desengaño: en mi cama, con música de guerra pedí incontables deseos que se me concedieron. Todos fueron realizados excepto uno: el de permanecer en la redacción hasta que se me acabara el contrato.

Aquel día fue uno de los más paradójicos de mi vida. Me echaron, y tuve la sensación de haber ganado. En mi recuerdo se ancló algo que no dije a propósito: en Roma, un tarotista me hizo una tirada. El trabajo se complicaría, pero escogería bien y un dos de copas me esperaba traspasado el umbral. Sí que es cierto que no me ata rencor alguno, ni emoción levitante, amarga o grave cualquiera, sino que ahora vuelo con los pies en la Tierra, sensación que consensua mi sanación total. Yo podría haber sido más certero en actos, en palabras, en maneras y en tacto; Ella podría haberse preguntado qué crea una mirada anclada o haber aprendido a observar tras el prisma de unas orejas rojas e hirvientes. Por lo que respecta a mí, sí, soy un doliente; padezco un raro dolor —no diré enfermedad, pues las enfermedades, etimológicamente, significan una «negación de la fortaleza interna»— que, pese a poseer nombre no es lo que parece: nací nostálgico, ¿qué le vamos a hacer? Desde que nací anhelo hallar mi hogar. Aniquilar todo regreso o regresar para jamás irme. 

 

 Ella y yo ya nos hablamos; si el Destino nos uniera, lo más probable es que ni se acercara a hablarme: tiene sus motivos. Sé, en mi defensa, que lo que siento por ella jamás será melancolía, sino nostalgia. Escribiendo esto, ahora experimento un ardor en toda la cara y en mi oreja derecha: sólo en la derecha. La realidad siempre será mejor explicarla y no relatarla ni contarla, porque historia contada no es historia. Las historias que no se explican acaban por contarse.

 

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*