Muñecos de plastilina

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Fue largo tiempo después de ser ordenado diácono —mensajero de la palabra de Cristo—, y tras una reunión en un colegio, con algunos de mis colegas. Pertenecientes todos a los distintos arciprestazgos de la provincia en la que he estado destinado, desde que me ordené, hasta hace tan sólo unas pocas semanas. Asistimos a la clausura del curso académico en el teatro del propio colegio, en el que se representaba Don Tancredo.

Subí tras telón y aplausos a los improvisados camerinos a felicitarlos. Estreché la mano del coordinador de la obra, y me dirigí hacia los alumnos. Besé al protagonista. Noté algo inquieto, celoso, a este último tras haber repartido más besos segundos después entre el resto del reparto: me sentí ciertamente vivo. El encuentro finalizó posteriormente con un almuerzo entre los participantes de la reunión de diáconos.

A la salida del restaurante, y por una calle peatonal, reconocí la voz de dos chicos —ya crecidos para mi gusto, me temo—, hablando de cine. «Es un peliculón.  Me gustó mucho», afirmaba uno. Y a mí ellos. Recordé también lo que me había costado olvidarlos. A todos. Sus sonrisas inocentes, inmaduras. Perversas. Terapia intensiva durante un tiempo. De éstos en concreto me encantó sobre todo el modo que tuvieron de seducirme, tan diferente.

Son pecadores, como todos nosotros, pero probablemente no querían serlo.

La película en cuestión contaba la historia de un grupo de personajes desconocidos entre sí que no sabían cómo habían despertado dentro de aquel habitáculo sin puertas ni ventanas. En aquel Seminario de Nuestro Señor, yo enseñaba a los dos chicos de día a cuadrar complejas contabilidades —cómo prorratear los panes y los peces—, también sucesos paranormales —el Mar Rojo abriéndose al paso de los judíos, y esas cosas—, la historia del rey de Egipto, acrósticos para más inri de virtuales monarquías, también medicina y farmacia, también hostelería —los efectos secundarios de cocinar para trece—.

Lo compaginaba ya en aquella etapa con clases a niños sordomudos en un centro de educación especial. Por las noches, mi celda, el cubo, mis manos, la plastilina. Los perdí unas manzanas después. Traté de volver a contactarlos visualmente. No hubo manera. Pasó en ese momento por mi lado el coche del arcipreste, quien también reparó en mi presencia con un gesto. Crucé la calle. Un panel marcaba la temperatura en el exterior de una farmacia, en un soportal, en la que compré un bote de Nenuco.

Vaya, no hace tanto calor, pensé. Entré después en una tienda de informática. Compré un pen drive. A la salida saludé a Pepiño, el kioskero, y a una pareja de policías que hacían ronda por el centro. También a unas feligresas con las que coincidí al llegar al semáforo. Como ya hiciera mi superior, y después Pepiño y los policías, me sonrieron y viraron al instante la mirada: prosiguieron trayectoria.

¿Cuándo terminarán las malditas obras?, me pregunté enfrente mientras cruzaba por un parque: qué triste se veía tan vacío, sin la algarabía de siempre. Operarios de una contrata del ayuntamiento por todos lados. Al llegar al extremo opuesto, otro paso de cebra: ayudé a un ciego a cruzar, más saludos. Recordé entonces que Consuelo, la señora que limpia en la iglesia, me dijo que había que comprar insecticida. Paré a comprar unas bolsas de gominolas, a escasas ya dos manzanas de la iglesia.

Poco después proseguí camino a sacristía, a escasos pasos de la misma, ya dentro de la casa de Dios. Al pasar por la pila bautismal me santigué, y pasé también esos tres dedos en agua bendita por mis labios. Volví a mojar éstos una segunda vez. Seguí de nuevo, ahora entre bancos de madera —y en los bancos, almas amuebladas hasta el techo, y en las almas, señoras de negro, y en las señoras, mentes confortables: viraron, igualmente, su mirada tras sonrisa y saludo: otra temporada de fe perfecta: un máster en agua bendita—. Al llegar a mi espacio, despaché con la Virgen de los Remedios, y con la de Guadalupe, y con la Moreneta, y con el del perro, que se llama San Roque, y con San Judas Tadeo, y con la COPE, y con el de arriba del todo que son tres. Me golpeé el pecho en sacrosanta despedida: por mi culpa, por mi culpa, por mi santa culpa.

Fui a la despensa de la sacristía. Busqué mis pastillas. No las había vuelto a usar, en bastante tiempo. Por lo menos no en sacristía, ni más allá del estado de derecho. Me pareció que tampoco Consuelo había comprado insecticida. Bueno, por lo que vi, era sólo una cucaracha. O dos. Para qué preocuparse entonces. Había, entre otros, allí, un cuadro de San Juan Bautista que no sabía de qué pared colgar. Habíamos estado de obras poco antes, y comprado mobiliario nuevo. Tras ponerme viagramente feliz y cómodo —mi bata estaba triste y negra y tocaba toda el suelo—, salí con el cuadro. Ya en mi despacho, lo dejé encima de mi mesa mientras elegía pared y, al poco, me dispuse a mi único hobby: la plastilina, el país de siempre jugar. Siempre me han vuelto loco su  suave  tacto, la viva anarquía de sus colores, su ductilidad, su pureza y su potencial de creatividad…

Su candidez, su ternura, su sonrisa, su lengua de trapo, sus mofletes, su sobornable voluntad a cambio de chuches, su nuca, y, sobre todo —cosa que ocurre tras abrir por completo el envoltorio—,

este… excitante olor, es plastilina,

este… excitante olor, es plastilina,

este… excitante olor, es plastilina,

este… excitante olor, es plastilina,

este… excitante olor, es plastilina,

este… excitante olor, es plastilina,

este… excitante olor, es plastilina,

este… excitante olor, es plastilina,

este… excitante olor, es plastilina,

este… excitante olor:

sucedáneo de calambre entre mis piernas, placer a granel. Casa gozosa tras casa gozosa tras casa gozosa. El sabor de sus labios —y, al tiempo, la Eucaristía—. Su sobornable voluntad: tomó después sus chuches. Sus mofletes, su lengua de trapo, su sonrisa, su candidez, su ternura, su potencial de creatividad y su pureza. Volví a coger el cuadro del santo, tras voltearlo hacia arriba. ¿Dónde colgarlo? Mi cuerpo brillaba de humedad. Y, en mi cabeza, un pensamiento que lograba, con todo, soportar. Dejé otra vez el cuadro sobre la mesa. Me volví a poner el cuello blanco, y la bata negra, y me dirigí al púlpito a dar misa de ocho: instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y la oración de los fieles, leerles las sagradas escrituras y distribuir la Eucaristía.

En mi desorden, cayeron diversos envoltorios de plastilina al suelo: de mi  mesa, de los estantes, del sillón de tres plazas frente a mi asiento. Con las prisas los aplasté, como si fueran niñas. 

T.S. Hidalgo. Escritor

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