Los Querubines

 

Papá sujetaba con inmensa ternura la manita de Angelito, su pequeño y regordete querubín de ojillos azules, tez morena y suave, y sonrisa plácida y abierta. Se miraban ilusionados a la espera de que el camión con los enormes pedruscos llegase hasta donde ellos estaban, en la puerta del garaje que hacía de taller del mayor. Al verlo aproximarse empezaron a dar saltitos de alegría, llenos de ilusión. Angelito, casi desde que nació, ayudaba a su progenitor a esculpir las más bellas obras acompañándole en todo momento, animándole sin perderse un solo detalle de cuanto hacía. Papá estaba orgulloso de su niñito; al igual que él mismo hiciera con su padre, su hijito desde el primer momento daba muestras de un interés desmesurado por aquel bello oficio, ensimismado de cuanto un cincel y un martillo podrían hacer con un simple trozo de roca inerte, aportando ideas, deseoso de aprender para ser, de mayor, un escultor tan genial como aquel que le había dado la vida. Estaba orgulloso; sabía que, por poco empeño que pusiese, Ángel, su fiel discípulo, sería igual o mejor que él y sabría llevar y difundir su buen nombre por donde quiera que fuese.

La pluma del camión sacó con extrema delicadeza dos enormes bloques de granito y los dispuso dentro del taller bajo la estricta supervisión del artista. Ya tenía planes para ellos: serían sendos encargos de gente pudiente enamorada de su obra, dos maravillosas fuentes, para los que ya tenía hecho los bocetos desde hacía tiempo. Para él aquello era pan comido; lo había hecho cientos, miles de veces, y se había convertido en una labor casi mecánica. Sin embargo, lo que le suscitaba un auténtico interés era aquel trozo de mármol de blanca e inmaculada carrara, pequeño e irregular, que le había vendido el cantero casi a precio de saldo porque para nada parecía servir más que para desmenuzarlo y hacer gravilla. Suponía un desafío, el mayor de los retos, dejaría por un tiempo de obedecer las consignas de los clientes para dar rienda suelta a su imaginación y ser el creador que realmente era y que casi había dejado en el olvido.

El transportista, tras concluir su cometido, se fijó en el niño, le pasó la mano con ternura por su ensortijado cabello rubio platino, casi albino, de ondas perfectas, y le preguntó por su edad. El chaval levantó la mano y la puso a la altura de los ojos, sacando uno por uno los tres dedos que delataban cuan mayorzote era.

—Tengo tres años y tres meses-recalcó esto último, que debía de quedar bien claro que en nada se parecía a esos pequeñajos que solo tenían tres años.

—Eres una preciosidad de niño. Tus papás tienen que estar muy orgulloso de ti, ¿no es verdad?

Tanto él como papá asintieron con la cabeza sin reprimir su vanidad, sacudiendo sus manos entrelazadas hacia delante y hacia atrás, balanceándolas como si estuviesen siguiendo una canción infantil.

—Y voy a ser escultor como él, porque me gusta mucho lo que hace-se ruborizó.

Papá lo levantó y lo abrazó con todas sus fuerzas, poniendo su cara frente a la de su chiquitín, uniendo sus frentes, sin cesar en un solo instante de su algarabía.

—Eres lo que más quiero de este mundo, lo sabes, ¿verdad?, y que nada sería sin ti-se fundieron en decenas de dulces besos que parecían no tener fin, a los que se unió mamá, envidiosa, recién llegada de la compra.

Tras un agotador día de trabajo dando forma al granito, papá se sentó en su polvorienta silla. Lo estaba haciendo bien, como era de esperar, pero no ponía pasión alguna en su quehacer. No dejaba de ser más que un compromiso, por bien pagado que fuese. Miró en dirección a la lona que cubría el mármol y, levantándose apresurado, lo retiró para contemplarlo con más detenimiento.  Ángel le trajo una limonada bien fría de parte de mamá, con sumo cuidado de no derramarlo, aunque fue dejando un buen reguero de refresco desde la cocina. Se lo agradeció tras acariciar sus mejillas y dedicarle la más tierna sonrisa. Nada más llevarse el vaso a los labios, abrió desmesuradamente los ojos y llenó sus pulmones de aire como si nunca antes lo hubiese hecho. Miró a su chico, miró a aquel trozo de mineral inerte en apariencia inservible, dejó el vaso en la mesita, y dio gracias a Dios por lo que se le acababa de ocurrir.

—Angelito, ¿quieres ser mi modelo? -le preguntó azorado.

—¿Qué es eso, papá? –le preguntó con ingenuidad.

—Pues mira, tú te pones ahí y yo me fijo en ti para sacar una copia en este trozo de piedra.

El niño no cabía en sí de gozo. No se podía creer lo que le acababa de proponer. Tendría una réplica de sí mismo a la que poder mirar todos los días, por siempre, como si de un espejo se tratase. La podría tocar, quizá también jugar con ella, hablarla, tener en ella a ese hermano que mamá le había dicho que no le podría dar…

—¡Sííí! —aplaudió alborozado, dando botes de alegría—. ¡Quiero, quiero, quiero! —le volvió a abrazar sin reservas.

—Está bien, comencemos. Ponte ahí, tumbado boca abajo.

Obedeció sin rechistar, en el más absoluto de los silencios para no interrumpir, cerrando los ojos haciéndose el dormido, apoyando la cara en su brazo flexionado a modo de almohada. Era una imagen idílica que irradiaba belleza y perfección. Papá pensó que aquello que veía no era más que la imagen de otro ángel, uno de los de verdad, un querubín bajado de los cielos para hacerles felices a él y a mamá. Se percató al instante que sus párpados y sus mejillas estaban húmedas, que algunas lagrimillas caprichosas de emoción habían resbalado desde sus ojos para recordarle que era dichoso, muy dichoso, y que su vida no podía ser más perfecta.

Sin más dilación se puso manos a la obra, esta vez lleno de ilusión. Cinceles y martillo parecían volar entre sus hábiles dedos apartando las esquirlas de piedra que se empeñaban en enmascarar la obra de arte que sin duda se ocultaba en las entrañas del peñasco. Nada más necesitaba; no sentía sed, no sentía hambre. Por más que insistiera mamá desde la cocina, no le respondía inmerso en aquella fiebre que le consumía. Incluso cuando Angelito se fue a la cama, él continuó con su creación, dotándola de unas preciosas alas.

Al llegar el alba cayó rendido, con sus herramientas bien aferradas a sus manos, encima de la estatua. Estaba casi terminada. Nunca había esculpido de una forma tan rápida ni tan certera. Era una réplica exacta de su hijito, en un blanco níveo e imperecedero. Al llegar al taller, el chiquitín no le despertó, se limitó a mirar aquella creación boquiabierto, perplejo. Pasó sus diminutos dedos por la todavía tosca piedra tallada, aún sin pulir, y le pareció acariciarse a sí mismo. Calladito, volvió a su sitio. Papá despertaría en cualquier instante y querría seguir esculpiendo su imagen y él tendría que estar ya dispuesto. Se quedó dormido hasta que el ruido de los utensilios le despertó.

—Buenos días, cariño. Ya veo que te has puesto en tu lugar.

—Sí, papá. Quiero tener pronto un hermanito, aunque sea así-se ruborizó-. Papá…

—Dime-le contestó mientras se disponía a continuar.

—Prométeme una cosa.

—Lo que sea, hijo.

—Deja que me lo quede, por favor. Lo quiero para mí para siempre.

No respondió, se limitó a esbozar una mueca de aceptación que el niño tomó como un y volvió a quedarse placenteramente dormido a la espera de que su igual quedase terminado. Al despertar, atinó a ver como el escultor repasaba con la pulidora los últimos resquicios de la escultura. Le preguntó si se podía levantar y le autorizó asintiendo con la cabeza. Se acercó y volvió a repasar aquella superficie, esta vez de una suavidad y un brillo inaudito, casi celestial. Temblaba de la emoción y apenas si podía articular palabra. Al igual que su creador, empezó a llorar sin apenas darse cuenta. Se abrazó con pasión a su reflejo, besándolo, susurrándole al oído cosas que nadie, excepto ellos dos, habrían de saber nunca.

—Gracias, papá. Es el mejor de los regalos que me han hecho nunca.

Pasaron los días. Papá proseguía con sus obligaciones dando forma a aquellos encargos que, a fin de cuentas, eran los que les daban de comer. Ángel, como era habitual, le acompañaba aprendiendo de todo aquello que veía y escuchaba, sin escapársele detalle alguno. Sería como papá y como el abuelo, un artista, y para ello el destino le había dado el mejor y más entregado de los maestros que siempre le aleccionaría sin pedirle nada a cambio más que su compromiso y amor. Sin embargo, en esta última semana perecía abstraído, distraído. Su atención no se centraba en lo que se hacía sino en contemplar una y otra vez al ángel de su propiedad, a su auténtico hermano gemelo y alado. Muchas veces se tumbaba a su lado, imitándole, recordando cómo se esculpió gracias a él, y soñaba con seguir siempre a su lado, cogidos de la mano, surcando el cielo en busca de otros semejantes. Y se quedaba dormido a sabiendas de que con él nada malo podría pasarle nunca.

Una noche tuvo un mal sueño: alguien, quizá algún ladrón o algún demonio envidioso, se llevaba a su hermanito de su lado. Hacía ya muchísimo tiempo que no mojaba la cama, pero en aquella ocasión no pudo evitarlo, el miedo que sintió mientras dormía le hizo orinarse encima empapándolo todo a su alrededor. Quería llorar, aunque se dio cuenta de que no tenía razones para ello, que no había sido más que una horrible pesadilla de la que ya había despertado. Sin embargo, mamá tendría que cambiarlo, así que se levantó de la cama y, en silencio y a tientas, se acercó a la habitación de los papás dejando tras de sí un rastro de orina tibia y fresca. La puerta estaba entreabierta; al ir a entrar las palabras de mamá le hicieron detenerse.

—¿Por qué no le has dicho al niño que has vendido la estatua? —pareció recriminarle con suavidad-. Ya sabes lo que la adora y le va a costar un berrinche deshacerse de ella.

—Es una oportunidad magnífica para nosotros, ¿no lo entiendes? El marchante ha dicho que no ha visto nada igual en su vida y no solo ha conseguido un precio desorbitante por ella, sino que nos va a dar todavía más fama y prestigio. Entiéndelo, cariño.

Ángel no daba crédito a lo que escuchaba. Papá le había prometido que se lo regalaba, que sería para él para siempre, que nada ni nadie los separaría nunca. Se orinó otra vez encima, pero no le hizo ni caso, que solo estaba para lo que estaba. Bajó las escaleras que daban al taller con cuidado de que nadie le viese y solo encendió la luz al llegar a su destino. Su hermano, la réplica de sí mismo, estaba en pie dispuesta para su traslado y con la loneta cubriéndola para que no sufriese ningún daño. Se acercó y, como pudo, a duras penas, la descubrió. El corazón parecía salírsele por la boca; no era posible que su propio padre le traicionara de aquella manera apartándole de lo que más quería de este mundo. Cogió una banqueta y se subió a ella para estar a su altura. La miró con dulzura y decisión, hasta que por fin decidió abrazarla con todas sus fuerzas. Nunca nadie los separaría ni por todo el oro ni la fama del mundo. Era suya, solo suya y de nadie más, hasta el fin de los días.

Tal fue su empeño, tal fue su fuerza, que ambos cayeron al tiempo. El crio, de espaldas al suelo, mantenía al querubín de mármol encima de sí. Del golpe se había abierto una pequeña brecha que no paraba de sangrar y que manchó la inmaculada piel de su compañero. Sin embargo, aquello no era nada en comparación a la presión que ejercía sobre sus pulmones y que le impedía respirar. Intentó gritar y no pudo. La golpeaba una y otra vez con los brazos, con las piernas, mas su pesado cuerpo no se movía, asfixiándole sin compasión. Su tez, tostada por el sol, se tornó lechosa, de un albino que se asemejaba al de aquel que le daba la muerte. Por fin se detuvo, quizá rendido, quizá convencido de que nada más podía hacer por salvar su vida, quizá agradecido de que fuese él y nadie más quien pusiera punto final a sus días. Apenas con su último aliento se fundió en el más sentido abrazo, susurrándole unas postreras palabras al oído que solo ellos compartirían. Cerró los ojos, apoyó su mejilla sobre la de su hermano y se dejó llevar con él al limbo de los que nunca cometieron pecado alguno, agradecido y satisfecho.

Aquella mañana el canto de un jilguero, vigoroso y alegre, les despertó. Todavía no era la hora de levantarse, pero los remordimientos de papá no le permitieron permanecer un segundo más echado. Estirándose, se acercó a la cama de su hijito; tenía que explicarle lo que iba a hacer y que ya le haría otro regalo igual o mejor, que no se preocupase, que era lo mejor para toda la familia. Sin embargo, no estaba allí y, siguiendo las pistas que le daban la orina, bajó azorado al taller de dónde provenía aquella preciosa musiquilla, angustiado, que el niño nunca había hecho nada parecido. Allí estaba, lo había encontrado abrazado, sonriente, sumido en el más plácido de los sueños, junto a la razón de su vida y de su muerte sobre el que se disponía un diminuto y curioso pajarillo cantarín.

Su lápida rezaba: tus padres y hermano nunca te olvidarán, amadísimo Ángel de los cielos.

En el cabecero de esta, la estatua de un querubín con la cara manchada de sangre -que nadie excepto la lluvia y el viento limpiaría- y tan diminuta como él, parecía dormitar sobre un murete de ladrillo, protegiéndole de todo mal. Sobre ella, en su espalda, un jilguero obstinado no dejaba de cantar para ellos y para quien quisiese participar de su dicha.

Ángel lo había conseguido. Ahora nada ni nadie los separaría. Estarían juntos para toda la eternidad.

Fernando García Siles, autor de Los Querubines.

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