El reto que supone investigar y narrar sobre la historia reciente no es algo baladí. Entre los diversos obstáculos se encuentra uno en particular, también común a otras épocas, esto es, la objetividad. Sin embargo, la dificultad añadida que muestra la objetividad a la hora de elaborar un discurso sobre los hechos acaecidos, más inmediatos de nuestro pasado, sea la falta de perspectiva. Ser partícipe del momento en el que se desarrolla un suceso implica, para el investigador, una proximidad suficientemente peligrosa como para distorsionar el relato de manera voluntaria, a favor o en contra de cualquier postura de índole ideológico, religioso, social, etc.
Otro de los desafíos que presenta la historia reciente es lograr la capacidad de discernir de manera clara cuales son los límites entre las parcelas de investigación de la ciencia social en cuestión y la disciplina periodística. En consecuencia, es habitual leer y escuchar en los medios de comunicación dispares enfoques sobre acontecimientos contemporáneos, ensamblados en cada una de las intervenciones políticas actuales.
Recientemente, se ha celebrado un acto con motivo del cuarenta aniversario del golpe de Estado del 23F. Uno de los episodios más significativos de nuestra emergente democracia.En el período que transcurrió desde la muerte de Francisco Franco hasta la disolución del partido de la UCD, más comúnmente conocido como «Transición», se abrió un complejo escenario. Diferentes personalidades amalgamaron posiciones hasta entonces irreconciliables que, a pesar de los grandes inconvenientes que ello supuso, situaron a nuestro país en un nuevo horizonte. Torcuato Fernández Miranda, nombrado presidente de las Cortes, Juan Carlos de Borbón, proclamado rey de España y Adolfo Suárez, al frente de la nueva ejecutiva. Responsables, en definitiva, de abanderar elencaje del Estado dentro de un sistema democrático. La capacidad política y los recursos para poner en funcionamiento este nuevo devenir para la nación fueron, sin lugar a dudas, de una manifiesta consideración. La piedra angular de todo ello partió de una política de consenso, que guiaría el camino hacia la culminación de importantes proyectos. Después de las primeras elecciones democráticas, que dieron como vencedor a la UCD, se formó el gobierno que presidiría el referéndum y la posterior aprobación de la Constitución de 1978.
Los Pactos de la Moncloa, durante el año anterior, fue un mecanismo que implementó los acuerdos indispensables yque tuvieron lugar un año antes de la Carta Magna. Favoreció, desde el acercamiento dediferentes formaciones, un programa conjunto para hacer frente a la situación económica del momento y contemplar aspectos no menos importantes relacionados con la libertad de expresión o el respeto a los derechos humanos. No obstante, las posturas divergentes ante el trazado político dispuesto se manifestaron mediante la insubordinación e incluso la violencia.
Durante la jornada del 23 de Febrero de 1981, el golpe de Estado acaparó el protagonismo que debió haber sido concedido a la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo. La anterior «Operación Galaxia» sirvió tiempo antes para ensayo de la definitiva irrupción en el Congreso con las armas. Aun así, ambos planes llevaban parte de su fracaso de manera intrínseca. En la preparación del golpe previo al del 23F fueron algunos de los convocados a la reunión organizativa los propios delatores. En el segundo y definitivo intento de frenar las aspiraciones democráticas, una vez que los asaltantes entraron en la Cámara Baja, el general Armada planteó un cambio de rumbo en mitad de la operación: pretendió la creación de un gobierno en la que figuraría una lista de representantes de cada partido, entre los cuales se encontraban nombres como el de Felipe González y el de Santiago Carrillo. Tejero no estaba dispuesto a asumir una disidencia de tales características, aunque la simple disparidad de criterios en el desarrollo del plan provocó el inicio del fin. Este hecho, junto con el reconocimiento que merece la intervención del entonces joven monarca, contribuyó a crear cierta incertidumbre en la aspiración de aquellos militares. Afortunadamente este suceso no dio lugar a lamentar víctimas mortales y el proyecto democrático, incluso, salió reforzado al haber sido capaz de vencer una adversidad de esta naturaleza. Los causantes cumplieron su condena. Una de las alegaciones que utilizó la defensa fue que Tejero supervisó los cajetines instalados en el pasillo exterior del hemiciclo, donde varios ministros depositaban sus armas, comprobando que estaban vacíos; muchos diputados contaban con la licencia pertinente.
Pero no fue el golpe de Estado la única contrariedad para el avance del sistema político que se pretendía instaurar. La organizaciones terroristas como el GRAPO o ETA supusieron una dificultad mucho más perseverante para los actores que intentaban, bajo unas complejas circunstancias, aplicar nuevas medidas en la vida social y política de nuestro país. Aunque de inferior repercusión, la independentista catalana Terra Lliure fue otra de las asociaciones armadas de aquellos años.
Hubo además otros grupos ideológicamente opuestos a los ya mencionados. De menor estructura y alcance temporal, pero de métodos semblantes. Se les denominaba de forma conjunta «terrorismo tardofranquista». Algunas de estas formaciones eran conocidas como el Batallón Vasco Español, la Alianza Apostólica Anticomunista o los Guerrilleros de Cristo Rey.
A pesar de todo pronóstico, España logró con éxito su conversión. Fue necesario un esfuerzo inconmensurable y una intencionalidad política casi común para que aquellos políticos de tan desigual pensamiento, de sesgo pragmático y de gran sentido de estado, vieran culminada su obra.
Carlos Bonilla García, escritor y columnista de Revista Galeradas
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