Lo que brinda el cielo

Revista Literaria Galeradas. Lo que brinda el cielo

Por Israel Selassie

Revista Literaria Galeradas. Lo que brinda el cieloCada mañana, al levantarse, cogía su piedra de la suerte y le rezaba a su dios, a su ángel y a su genio sin saber el nombre de su dios, su ángel y su genio. Esa piedra había estado siempre en la casa. Sus padres, cuando ella apenas tenía unos cinco años, le dijeron que debía haber caído del cielo o algo parecido, ya que apareció como de la noche a la mañana en el centro de lo que iba a ser su hogar en sí: antes, incluso, de cavar los cimientos.

El padre la encontró arrinconada, medio aterida —si es que las piedras pueden sentir— y tiritando. Decidió que la lanzaría lejos. Algo, no obstante, se lo impidió: fue la acentuada posibilidad de poder construir una historia alrededor de esa piedrecita, que poseía el cromatismo de la fascinación, lo que le detuvo. Cuando nació Zafiro, su hija, pensó que lo mejor sería regalársela en aras de que ella, dado que nacería inocente como toda criatura, sabría darle un uso noble.

Zafiro, que jamás supo por qué su padre conservó la piedra, empezó por encariñarse con ella. Era su protegida a la par que su protección. Ambos formaban el tándem totémico y una especie de aura albina la envolvían en una energía poderosa. Barajó varios nombres: todos inventados y sin aparente sentido. Encontró uno que le valió: Jahba. Con «h» intercalada. Ella se lo dijo, graciosa y liviana a sus padres, que la piedra se llamaba así, y ellos lo único que le dijeron era que estaba más pallá que pacá. Ella jamás supo qué responder ante esos «insultos» y por eso le rezaba a su Jahba. Comprensión: en esencia sólo quería ser comprendida.

Decidió que le pondría nombre a su dios, a su ángel y a su genio y resultó que, a los doce años, se dio cuenta de que el dios era diosa, al ángel le habían crecido los senos y el mismo sexo que ella, entre las piernas, poseía. El genio no: permanecía como un enigma o una paradoja casi herméticas, pero masculino.

Un día, en uno de esos rezos, cuando aún era pequeña, le pidió a su diosa, a su ángela y a su genio «la llave para ser comprendida». Era verano y la Jahba casi se resbalaba por sus manos. Recibiría la respuesta en forma de sueño: «10-11-22-28-33». Se le reveló en una visión de sí misma rezando con ese mineral en las manos mientras éste desprendía un brillo fulgurante; en definitiva, una serie numérica que no entendió hasta llegado el día en el que sus padres jugaron a la lotería. Ella, al ver que las reglas consistían en una secuencia de cinco números de dos cifras y al tener fresco y en la retina el sueño, suplicó a su padre que le dejara elegir a ella la combinación. Él alegó que tenían prisa y que lo dejaría todo en manos del Destino —es decir, la máquina del quiosco. El primer premio se lo llevaría un hombre de Madrid: «24-29-35-45-46».

Zafiro, al día siguiente cogió el mineral y lo puso a prueba. Con un cuidado y un detenimiento exhaustivos observó cada minucioso detalle de la Jahba, su Jahba, su piedra preciosa. A contraluz del Sol, era capaz de multiplicar como si se tratara de una lupa los rayos de un atardecer; mirando a través de ella bajo un día claro, cualquiera veía la lejanía; en su interior se hallaban trillones de brillos casi imperceptibles; dentro, varias líneas parecían haber resquebrajado por dentro el mineral, que parecía que se sostenía entero por obra celestial; había, dentro de la Jahba, la Vía Láctea; permanecía, no obstante, en su centro, un punto fijo con luminiscencia propia alrededor del cual, el Todo orbitaba.

La mantuvo hasta los dieciocho años, cuando su padre murió. Le pidió a la piedra que él se curara, pero no funcionó. Antes de morir, Ramón (así se llamaba el progenitor) le contó que la Jahba cayó del cielo.

—¿Un pedazo de estrella?

—No lo sé, Zafiro… lo único que sé es que podrías arrepentirte de todo lo vivido si no aprovechas lo que te brinda el cielo.

Zafiro se pasaría los siguientes cinco años apostando a aquel número con el que soñó, con la Jahba en mano, hasta que ganaría. La noche anterior, por vicisitudes de la vida, no le había rezado a su diosa, a su ángela y a su genio, sino que simplemente se durmió. Tras recibir el dinero, acudió al cementerio y colocó la Jahba encima de la tumba de Ramón y dijo:

—¡¿Y tenías que morirte para explicarme tu historia!?    

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