Por Carlos Bonilla García
Hace ya algo más de dos años, en un centro de educación secundaria, impartía clases de repaso dos días por semana durante el primer trimestre del curso académico. El grupo de chavales que tenía a mi cargo eran de primero y segundo de la ESO. El último día que estuve con ellos decidí hacer algo diferente. Les propuse que felicitaran las fiestas navideñas de otra manera a la que, probablemente, estaban acostumbrados. Una práctica más habitual en personas “de otro tiempo”, es decir, mediante el envío cartas postales a los seres queridos. Justo después de mi sugerencia se hizo el silencio. La imagen de asombro e indiferencia que mostraron sus caras era similar a la que tenían cuando repasaba con ellos la sociedad de Mesopotamia, los útiles de piedra que fabricaba el hombre del Paleolítico, la antigua Grecia o el análisis sintáctico. Alguno, incluso, me preguntó por el sentido de escribir en un soporte de papel y enviarlo por correo ordinario, algo a todas luces desconocido para ellos. Se justificaban en que el WhatsApp era más rápido y directo; en que el Facebook y el Instagram les facilitaba un mayor contacto con su círculo social.
Debo reconocer que no supe transmitirles las grandes diferencias que existen entre un mensaje escrito a puño y letra y las omisiones gramaticales adornadas con emoticonos que conseguimos aplicar en el teclado de nuestro teléfono móvil. El tiempo actual ha convertido la carta en un fósil de papel. Si de algo no hay duda es en que hemos perdido una forma de expresarnos a través de un canal que ya no utilizamos. Un daño colateral, tal vez, debido a uno de los nuevos escenarios comunicativos que derivan del fenómeno de la Globalización. Una interactuación entre personas y grupos de cualquier ámbito a escala mundial y en tiempo inmediato.
Escribir una carta era todo un ritual. No servía cualquier momento. Era necesario envolverse de una soledad íntima para encontrarse con uno mismo. Un poco de silencio, un poco de luz y el enfrentamiento a la hoja en blanco era todo uno. Elementos indispensables para abrirnos a los demás. En definitiva, un lugar de refugio desde donde transmitíamos a un ser querido todo aquello que necesitábamos mostrarle. Darnos a conocer y dar a conocer al otro todo lo que pensamos y sentimos. Los tiempos para esta práctica ancestral eran prolijos. El remitente escogía el momento, el destinatario aguardaba paciente y entre ambos, días, semanas y servicio postal.
La correspondencia de contenido personal era un valioso recurso para mitigar los largos meses de servicio militar obligatorio, la añoranza del amante que vivía lejos, la nostalgia del emigrante hacia su pueblo natal y su gente, etc. También tenía el poder de emitir una elaborada disculpa, que de forma oral podría resultar más incómoda, o una petición o demanda desde la más absoluta discreción. Incluso, también permitía adjuntar archivos en el sobre, ya sean fotografías, billetes, recortes de diario y todo aquello que no sobrepasara el peso permitido, según el valor del sello.
La investigación histórica también ha contemplado a la epístola como una valiosa fuente documental probatoria. El conjunto de información que se puede extraer de este tipo de escritos acerca de una persona y de su tiempo es asombroso. El conocimiento de las crisis económicas, de los movimientos demográficos, de las pandemias, de la vida en el presidio, de los cambios sociales, de las mentalidades en cuanto a las últimas voluntades…, es ampliado desde las propias experiencias y percepciones individuales que se manifestaban en la correspondencia privada. Existen cuantiosos testimonios de soldados que participaron en la Guerra del Francés, en la Primera Guerra Mundial o nuestra Guerra Civil, por citar unos ejemplos. Estas misivas no solo han contribuido al conocimiento de los hechos, sino que además han servido para contrastar datos de carácter oficial que se emitían desde los medios informativos. Además, el historiador puede someterlos bajo el uso de un método de investigación cualitativo. Es decir, desde la interpretación emocional y psicológica del combatiente en las dimensiones de la trinchera que habitaba.
Esas cartas que iban y venían supusieron en numerosas ocasiones una necesidad vital para soportar situaciones extremas. Es evidente el componente subjetivo del escribiente, sin embargo, al ser un mensaje privado, sin propósito de divulgación alguno, se distancia de cualquier intención propagandística o persuasiva hacia ningún colectivo. En conclusión, y sin exonerar a este género archivístico del correspondiente ejercicio crítico al que obliga el oficio del historiador, podemos obtener una generosa información. Una documentación sobre la persona que escribe y sobre la persona que recibe el escrito, esto es, nivel cultural, condición, contexto, economía, relación social, etc. Hoy, las cartas personales que se han rescatado en los archivos o en los cajones de los que aún guardamos estas irrefutables pruebas del ayer se han convertido en una fuente primaria para la investigación. Desgraciadamente desde hace unas décadas han quedado en desuso dando paso a otras formas de comunicarnos que, si bien ofrecen ventajas con respecto al sobre y al sello, el coste negativo que ha supuesto ha sido sustancial para nuestra capacidad expresiva.
Dejar una contestacion