Cuento de Carlos Decker-Molina
Mientras me secaba las lágrimas, en fracción de segundos, escuché la voz de Talib, padre de Lina, esa voz ronca de tabaco volvió a sonar en mis oídos, probablemente llegaba con el viento del medio oriente. En mi recuerdo era una tarde, no sé si a las 7 u 8, aquí en Estocolmo alumbra el sol hasta las 10 de la supuesta noche.
Estaba cavando y cavando una fosa donde iba a enterrar a mi perro. Él habría querido ser sepultado a los pies del abedul donde dormía su siesta.
Hace años que dejé de viajar por el mundo. Hace años que no meto las narices en ningún basurero político ni militar, soy un corresponsal de prensa jubilado.
Cuando trasladaba el cuerpo de Lorenzo, mi perro, vibró mi celular que estaba, como siempre en el bolsillo izquierdo de mi vaquero. Dejé a Lorenzo sobre piso y miré el display. Se trataba de una llamada de Siria.
Quien me llamaba era Talib mi colega que actuó de traductor en un viaje que tuvo lugar hace muchos años. Eran tiempos del papá Assad, tan cruel como su hijo Bashar.
Talib quería hablarme de su hija Lina, se había convertido en uno de los líderes de la revuelta democrática de Siria. “La primavera árabe”, una expresión que hace suponer el nacimiento de rosas y claves libertarios, cuando en la práctica la primavera en eso sitios es ventosa, con ramalazos de frío dictatorial y guerras civiles. Escuché nervioso su pedido:
—Ayúdame habibi. Escúchame, no hay mucho tiempo. ¿Te acuerdas de mi hija Lina? La estoy mandando a Suecia, la tienes que recibir para tramitar su estatus de refugiada. Assad mató a mi Jasmina y seguro que el próximo soy yo. Lina tiene 11 años va en vuelo de SAS. Con tu ayuda le pueden dar la categoría de refugiada, cuídala y dile que sus padres la han amado siempre. Please my friend.
La memoria es un paisaje desnudo que tiene parecidos con la nada, pero es también potente porque golpea el cerebro y desaloja al olvido.
La memoria se abre como capullo de rosa y recuerda. El recuerdo de la pequeña Lina salta desde alguna célula cerebral, la recuerdo con miedo en los ojos de no saber dónde llegaba.
Cuando me miró detuvo su andar y, como intentando consultar con su padre, volvió la mirada a una vieja fotografía que tenía en la mano. Jasmina, su madre, nos había retratado a Talib y a mí en las calles de Palmira, contemplando la nueva geografía mundial de 1989.
En el aeropuerto, Lina me miró con desconfianza, ¿era yo o no el de la fotografía? Sin llorar ni gritar y tampoco pestañear se plantó delante de mí y clavó sus dos ojos negros en los míos perdidos en cientos de arrugas y dijo en un buen inglés:
—Primero mataron a mamá y después a mi padre.
Entonces el que lloró fui yo, abrazado de la niña y en el silencio de la amplia sala del aeropuerto de Estocolmo.
Estoy aterido por el frío de la soledad metido en una burbuja grande de oxígeno. En este sitio la soledad es blanca y sin ruido. La falta de oxígeno provoca la confusión de mis recuerdos, pues, a veces veo a Lina chiquita que se esfuma y aparece mi madre en una estación ferroviaria de las antiguas por donde pasa un tren rugiendo vapor. Cuando estoy por subir al tren mi padre me mira desde un libro. Vuelve la imagen de Lina confundida con la de Laura mi hija menor. Aparece ella recriminándome por grande y pequeñas faltas, pero amándome incluso con su mirada. Veo en la lejanía al más chiquito al que nunca pude abrazarlo y vuelve la imagen de Lina.
No recuerdo cuántos días estoy metido en esta burbuja de oxígeno, soy habitante de un mundo incierto.
Fue ella, la niña de Siria, que me trajo a esta burbuja de oxígeno. No sé cuántos días han pasado.
¿Respiro? No lo sé. No puedo ver aunque no estoy ciego, simplemente no tengo fuerza para abrir los ojos.
Escuché su voz. Cómo no reconocerla. La recuerdo mirando la foto que tenía en sus manitas, llegó hace de doce años.
Es ella, vibra todo mi cuerpo cuando siento que ha tomado mi mano y la acaricia. No es su piel son guantes, pero estoy seguro que es ella.
Escucho que me dice: “La umi está bien, te esta esperando en casa”.
La manguera en la tráquea no me deja hablar, no puedo tirar con la mano porque la tengo sujeta a la cama. Vuelve su voz a decir cosas que no capto bien.
A pesar de los años no olvidó el idioma de sus padres. Adoptó a mi mujer como a su umi y a mí como a su baba.
Cuando llegó a mi casa, mis hijos ya la habían abandonado para hacer sus propios nidos. Resultó ser una hija que llegó en avión con una foto en sus manos y yo la recibí llorando.
Me pesan los párpados no puedo mirarla, me pesan los labios por eso no puedo decirle lo mucho que aprecio que acaricie mi mano inmóvil.
«Baba ¿me escuchas?» me pregunta, pero no puedo hablar para decirle que sí.
En este lugar no entra el canto ni la poesía solo dos sustantivos abstractos y en permanente disputa: la muerte y la vida. Sus habitantes son el dolor y la duda.
¿Viviré o moriré?
¿Abriré los ojos?
Para oír hay que ver. Se ve lo que se oye, pero se oye lo que no se ve.
La duda no tiene color.
¿Si sólo fuese un sueño o una pesadilla?
Quiero abrir los ojos para verla, pero no puedo.
No tengo ojos, no tengo lengua
tampoco tengo mañana.
Han pasado doce años desde aquella llegada. Era una niña. Y, yo que había perdido la costumbre de llevar niños a la escuela, pero la cuidé porque no se olvida el amor que se aprende, hoy lo hace ella.
Acostumbra a tomarme de la mano, a veces la estrujaba cuando debía revelar cosas que creía que no me iban a gustar:
¡Tengo novio! o ¡No quiero ser como ustedes, mis padres!
¡Nada de periodismo ni política!
Los matan o se mueren.
Yo quiero ayudar a salvar la vida, me dijo con la serenidad que sus padres le habían regalado y se fue a la escuela de enfermería.
Es la oscuridad. No veo nada, no siento su mano enguantada, siento pasos
¿Dos o tres personas?
¿Será ella?
Después de algunas vacilaciones escucho una voz apagada por la máscara que oculta su rostro.
—Lina déjalo ya. No pudimos salvar a tu Baba.
La niña sirias un cuento de mi amigo Carlos que me impactó vivamente probablemente por mi condición de periodista.