Por Celia Llamas Lozano
No podía respirar.
El humo ya formaba parte de una larga columna cuando la joven salió de su casa asustada por el estruendo. El ruido era atronador, solo se escuchaban gritos, pero ella era incapaz de entender nada de lo que decían aquellas voces. Vio a un grupo de personas que trabajaban ágilmente sacando pesados bultos del lejano edificio. Todavía no era capaz de comprender que sucedía mientras apilaban los fardos formando una interminable montaña. ¿Había pasado tanto tiempo? Para ella, solo habían sido segundos.
No podía respirar.
El peso era abrumador. Un sudor frío recorría su cuello cuando se despertó por la mañana. Estaba intranquilo, no había podido descansar como consecuencia de las pesadillas, y sentía que aquello no presagiaba nada bueno. Se dirigió hacia la cocina, se preparó un café y se vistió rápidamente. Quería alejarse de aquel delirio que le había aprisionado en su cama por la noche. Con tantas prisas abandonó su hogar que llegó temprano a la fábrica. Se puso su peto de trabajo y se sentó en su puesto. Los pitidos de las máquinas eran habituales en su módulo de trabajo, y ya se había acostumbrado a ellos; mientras, sus compañeros correteaban azarosos a su alrededor. Parecía que llevaba años sentado en aquella silla y estaba distraído controlando la mercancía, cuando la maquina colapsó. Y entonces, ya no pudo escuchar nada.
No podía respirar.
Hiperventilaba, ya no sabía si eran las piernas o la necesidad de ayudar las que le dirigían al desastre. Recorría la calle con aplomo pero no podía detenerse aunque el calor fuese insoportable. Notaba como crujían los cristales bajo sus pies. ¿Se había puesto los zapatos al salir de casa? Ya no recordaba nada, seguía desconcertada. Miraba a los lados buscando algo en lo que anclarse, pero ni los marcos de las ventanas soportaban ya los pesados cristales.
No podía respirar.
Si lo pensaba, llevaba desde por la mañana oliendo esa esencia que le turbaba. Seguro que solo eran imaginaciones, no se permitían fugas en la fábrica. Los errores serían fatales. Se paso los dedos por su pelo raso, y siguió concentrado en su tarea. Pero todavía había algo que le incomodaba, así que se levantó de su asiento y fue en busca de su abrigo convenciéndose de que era la temperatura lo que le molestaba. Sin embargo, no era el frío lo que le inmovilizaba.
No podía respirar.
El cansancio oprimía sus pulmones, los últimos metros los había recorrido corriendo y los largos mechones de pelo se le pegaban al sudor de la cara. El lugar era un imán para ella, aunque le destrozaba la escena. Seguían apilando bolsas negras, aunque otras los trasladaban en coche, ¿seguro que eran coches? Le distraían tantas luces.
No podía respirar.
Ni siquiera sentía las manos que le alejaban de la escena. Estaba todavía impactado por la explosión, y le molestaba sobremanera la suciedad que empapaba su peto. No había errores en aquel lugar, ¿cómo se podía haber desmontado la cabina de la maquina? Era imposible que se hubiese caído sobre los bidones, nunca se colocaban ahí.
No entraba aire en sus pulmones mientras se planteaba todo aquello. Pero ya no veía la luz del sol que le deslumbraba, un tono carmesí nublaba su vista. Sentía el calor que desprendía el asfalto en el que le colocaban pero aquel bochorno no conseguía eliminar la humedad que impregnaba toda su ropa.
Sintió el primer impacto, quería gritar que aun seguí allí. Como se atrevían a colocar sacos de basura encima de él. El hedor era insoportable. Y el peso… el peso era abrumador.
No podía respirar.
Había terminado el frenesí de su carrera y se había caído al suelo. El impacto de las rodillas con la carretera le había dejado sin aliento, el fino pijama apenas había podido detener el golpe. No aguantaba el ensordecedor pitido de las sirenas, y ya no quería saber que contenían aquellos fardos. Pero la suerte no estaba de su parte y cuando levantó la cabeza se encontró una bolsa rota. Seguramente era la primera que sacaron y ya formaba parte de la base de la inmensa pirámide que formaban aquellas alargadas bolsas.
Solo vio un rostro de un joven que probablemente había sido guapo, pero sus facciones descompuestas la desconcertaban. Quería apartar la vista pero ya no podía alejar los ojos de aquella mirada torturada.
Pasaron varias horas hasta que encontraron a la joven desmayada. El alboroto la había vuelto imperceptible y pasó completamente desapercibida para los trabajadores que evacuaban el edificio. A los pies de la muchacha había un reguero de sangre, aunque en aquella escena púrpura era difícil decidir de quien era tanta sangre. Sin embargo, ella respiraba.
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