La ciencia del misterio

Por Oriol Ruiz Serrano

Revista Literaria Galeradas. Foto pared libros
Los libros de misterio

Podríamos desglosar en pocas palabras las aportaciones del misterio a la literatura, pero eso supondría añadir más picante al asunto. Comprobado es el hecho: sin un velo que cubra la realidad, el relato deja al desnudo la carne y la verdad es que no es precisamente esta la que seduce a los ojos de hombres y mujeres, sino su insinuación y sugerencia. El misterio y la ocultación, por lo tanto, en cualquier narración, son necesarios en una cantidad diametralmente inversa a la cohesión y coherencia, por ejemplo, lo que nos lleva a la conclusión de que la literatura liba del enigma tal y como la Verdad lo hace del núcleo de su néctar: el Tiempo. Aquello que se oculta en todo escrito, tiende a revelar, entonces, más de lo que nos dicen el resto de palabras, aunque sea de un modo subconsciente. Dejando de lado bien y mal, los escritores conscientes saben lo que ocultan y los inconscientes no. Pero, ¿qué hay de los que creen que han ocultado una cosa y luego, al cabo de un tiempo, hallan en sus propios escritos reliquias que permanecían ocultas?

Eso le debió pasar a William Beckford cuando acabó de escribir Vathek, o al mismo Naguib Mahfuz cuando terminó Hijos de nuestro barrio. Tanto las figuras del sultán que da nombre al título de la obra del británico, como la de Gabalaui, una de las —me atrevo a decir sin pudor— figuras más místicas de la literatura actual, dejan entrever una intención claramente plausible. Que la ausencia, en literatura, llena vacíos. Sí. Y me aventuro a decir que es porque el Arte funciona de una manera completamente distinta a como lo hace la vida terrenal. Los cátaros, sin ser maniqueos, separaban la realidad en dos: el mundo divino (no-visible) y el mundo diabólico (el mundo entendido en su concepción más consensuada). Atribuían a todo aquello que no podíamos ver, pero sí sentir, cualidades cuyos cimientos estaban más allá de lo humano. Y ahí radica quizá esto del misterio, en el hecho que no sabemos de dónde viene el Arte ni cuál es su función lógica. ¿Preservar una enseñanza o símbolo? ¿Mantener un credo? ¿Transmitir un mensaje? Estableciendo un silogismo básico, si el misterio es la viga maestra del arte, entonces el arte tratará de ocultar una realidad: que quizá no existe eso que llamamos realidad.

Borges llegó a afirmar en 1984 para el diario El País en una entrevista concedida a Alfredo Relaño que la fantasía en sus relatos tenía un papel esencial, afirmando que «escribir es soñar, soñar sinceramente» y que, «si uno cree en la fábula, puede escribir». A él le resultaba imposible separarse de ella: «la literatura fantástica nace con el hombre. Está en el primer capítulo del Génesis». La ciencia literaria del porteño estribaba en mitos y leyendas ya existentes, aunque con una vuelta dada del revés y siempre, siempre con una sutileza etérea.

El misterio es una serpiente que se asoma. Una vez te giras a verla, ya no está, pero sabes que te ha estado observando. Dejando de un lado la teoría el iceberg de Hemingway, lo cierto es que los estados conscientes e inconscientes trabajan así: lo consciente es la parte visible y el inconsciente y subconsciente, la sumergida. Es de su conexión, de la ilusoria franja de mar que las separa y las une que nace la percepción. Y con la literatura se da un factor curioso: es de una especie de éxtasis —en ocasiones más visceral, otras veces más mental— que nace la perspicacia del desvelo suficiente para suscitar conmoción. En la sutileza de la revelación radica la ciencia del misterio.

Nadie —todavía— nos ha dado las claves para poder llevar a cabo una elaboración sucinta de cómo ser lacónico a la hora de hacer literatura y a la hora de ocultar. Es un detalle a tener en cuenta el que, desde siempre, haya habido autores de formas más abigarradas y generosas, como Marcel Proust, y otros, como Juan Rulfo, que economizan sus palabras hasta la maestría. Ambos se equivocan y ambos tienen razón, pues en cuanto a ocultar se refiere tanto valen muchas como pocas palabras. Y más para el ser humano, que pone sus sueños y anhelos vitales en playas de Oceanía, cuando su misticismo verdadero estriba en Oriente, su ciencia de Occidente, su origen —según muchos— en África y que, a día de hoy, parece haber olvidado que el El dorado, permanece todavía bajo el yugo del eclipse solar, allí en América. Sea o no conciso este texto, dicha queda la realidad: que, en cuanto a misterios, rara vez habrá algo real.

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