Gitana en Beverly Hills

 

FotoreferenciaarelatoinéditoTSHidalgo

Llamé algo nerviosa a mi madre. Trataba de detallarle el percance mientras llevaba a Wood a los establos. Volví a intentarlo mientras salía de los vestuarios. No contestó tampoco esta segunda vez, así que dejé un mensaje. Preferí no llamar por el momento a Jordi —mi prometido, bailaor flamenco, también americano de primera generación—, de gira por la Costa Este —y antes en Seattle, Omaha (Nebraska) y Redwood City (California)— con su último espectáculo, adaptación de clásicos. Volví a mi apartamento, de hecho un loft, en el propio campus de Berkeley. Leí un rato y después me puse a tejer unos patucos para una sobrina mía a fin de calmarme un poco.

Me disponía a comprar lana en un centro comercial cuando sonó el móvil. Era mi madre. Le expliqué todo, y convinimos en buscar un buen cirujano y no contarle nada a mi chico. Él me llamó esa misma noche. Se disculpó por retrasar su vuelta: vendría el sábado. Ampliación de su gira en la Costa Este: tres actuaciones adicionales en Nueva York.

El viernes acudimos a la cita informativa en una clínica céntrica —recomendada por el equipo médico que se ocupó de mi blanqueamiento facial—, y reservamos quirófano para ese mismo sábado por la mañana. Se trataba de una operación de reconstrucción sencilla y rápida, apenas tres cuartos de hora, realizada con anestesia local y sin contraindicaciones ni tratamiento posterior necesario. Así nos lo aseguró el doctor Wilkins —promesa también en sus ojos: picassianos, descuencados, celestes—, y efectivamente tal fue. Mi madre y yo decidimos tomar algo juntas en una cafetería del Downtown a la salida.

«Asunto zanjado», respiró aliviada.

Comí en casa con mis padres y mi hermana mayor. Ésta estaba muy centrada en su último proyecto: rehabilitación integral de interiores en algunos edificios antiguos del obsoleto casco histórico de la ciudad. Lofts. Para oficinas del sector punto com. Mi padre bendijo la mesa segundos antes de un sonoro «Cagondiós» al quemarse la lengua con la primera cucharada de sopa. Me llamó Jordi: cambio de planes sobre la marcha. Finalmente ampliaría dos días más su gira —Washington—, y no regresaría hasta el lunes. Mi hermano y su mujer vinieron a eso de las cinco con mi sobrina. Les regalé los patucos y me despedí de todos.

De camino al campus, recibí la llamada de Candice, y quedamos para ir al cine junto con otra amiga de la facultad. No les conté nada de lo sucedido. Tras los títulos de crédito, decidimos ir a tomar unos gin tonics al Studio 54. El resto, tal como lo recuerdo: me encontré de camino a la pista a Wilkins: llamó Jordi, apagué el móvil, me despedí de mis amigas. Ya en su coche, el doctor se interesó por mi postoperatorio. Desayunamos café de puchero en mi campus horas después y me volvió a operar el lunes, esta vez a coste cero.

«Flat fee», dijo, para ser más exactos.

Por la tarde, salí de clase con el tiempo justo para ir a recoger a Jordi. A punto de arrancar, sonó el móvil, «No vayas al aeropuerto: se pospone de nuevo la vuelta: Philadelphia, tres días». Giro en U y llamada a Wilkins. «No te preocupes. El miércoles creo que también puedo pasar por tu consulta», le contesté. En realidad pude el miércoles, sí. Y de nuevo el viernes, en que el doctor Wilkins me volvió a coser, tras enésimo aplazamiento de la gira: un nuevo espónsor los había contratado para actuar en Atlanta, en fechas aún por confirmar.

Durante ese fin de semana, traté de ponerme al día con mi tesis doctoral, a dos semanas de mi boda. Acompañé a Wilkins a mirar unos apartamentos —él planeaba comprarse uno—. Hablé varias veces con mi prometido, quien me dio frases indecisas y vacilantes por toda respuesta. Traté de sonsacarle una fecha concreta de regreso recurriendo incluso a la ironía, pero Jordi respondió que —creía que— no tenían actuaciones contratadas en ninguna ciudad llamada Ítaca.

Si acaso, podrían salir unas nuevas galas en Londres, pero no era aún seguro. Wilkins, en fechas iniciales algo remiso al café de puchero matinal, fue acostumbrándose al mismo y, a estas alturas, ya había aprendido a prepararlos.

Me volví a operar más veces la semana siguiente, y a la siguiente de ésta, en que supe que se pospondría nuestra boda sine die. Aproveché para profundizar, sobremanera, mi red de contactos entre los responsables del comité de concesión de becas de investigación de mi universidad.

Aprovechamos, también, entonces, Wilkins y yo para irnos unos días a los carnavales de Río. A la vuelta, el doctor cambió sobre la marcha su búsqueda inmobiliaria: en vez de apartamento, decidió comprarse finalmente una nave industrial abandonada y acondicionarla como loft —sin modificar la estética fabril del exterior—: uso residencial y profesional bajo un mismo espacio.

Dos meses después, apareció Jordi. Perdí la cuenta del total de veces que pasé por quirófano. La relación entre Wilkins y yo ha quedado desde entonces en estrictamente sentimental. Nadie diría, al verme en la foto, que soy una gitana tomando el sol en un amanecer de Beverly Hills que se había casado unas pocas horas antes y que había pasado con nota la prueba del pañuelo.

TS Hidalgo, autor de Construction time again (Amargord, 2019)

 

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*