Por Israel Selassie
¿De qué hablamos cuando hablamos de fantasía? ¿Nos referimos a varitas mágicas, monstruos, dragones, hechizos, magos y magas, pócimas y brebajes e historias de seres extraños y de dudosa morfología? Durante la larga tradición del género fantástico —del cual yo excluiría a los mitos por su valor transcultural, religioso, moral, ético y, en definitiva, filosófico-iniciático—, hemos notado como la realidad, la cotidianeidad y la confluencia para con éste han quedado desdibujadas y mermadas, hasta el punto de que grandes referentes de la fantasía —como, por ejemplo, Jorge Luis Borges o Julio Cortázar—, quedarían al margen de la hoy en día malgastada concepción del género fantástico.
Sin ir más lejos, el mismo Borges llegó a admitir que la fantasía, así como el misterio, eran dos recursos sin los cuales él no sería capaz de entender la literatura. El porteño consideraba que la fantasía formaba parte de su vida como elemento vertebrador. Él mismo, en Avatares de la tortuga, expresó que el vínculo entre naturaleza y palabra no posee consenso ni sentido alguno al expresar que «hemos consentido tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que [el vínculo] es falso», por lo que concluimos que la frontera entre la fantasía y la realidad —dado que sólo la palabra es capaz de dar significado a lo inexistente— sólo depende de la atribución dada en el momento de ser creada. Es por eso, así mismo, que la conexión entre el mundo real y la imaginación pura posee esa particularidad de poder ser diluida a la velocidad del rayo. Es posible, dado la inexistencia de esta conexión, entonces, que ocurra lo que venimos a afirmar: que el género haya ya propiciado un viraje hacia lo comercial de manera casi definitiva o que, al menos, mediante la trama se haya intentado dar contenido a la imposibilidad de no saber cómo expresar lo que queremos decir. Desde Las mil y una noches llovió mucho y este tipo de libros ahora ya no están contemplados como la columna vertebral del género, sino que cada uno coge retales de aquí y de allí para tratar de justificar un matiz o el cariz de una tendencia que está, ya no en desuso, sino en pleno desgaste.
Una de las peculiaridades de la fantasía, a mi parecer, es que, en esencia, el macrocosmos suele girar en torno al microcosmos. La majestuosidad de rodillas ante lo ínfimo. El Universo moviéndose alrededor de un minúsculo detalle. Un claro ejemplo es El Aleph, también de Borges, que escenifica toda una trama a partir de un momento que queda para la historia de la literatura: un punto diminuto a través del cual se ven todas las cosas. Otro ejemplo es el de El hombre duplicado, de José Saramago, que vierte la trama alrededor de una casualidad muy poco probable: la de dos hombres que son absolutamente iguales. Estos dos ejemplos —para mí ejemplos del género no entendidos como tal—, conforman otro tipo de fantasía, imagino: no reflejan historias complejas ni tramas sesudas, sino que se desarrollan a partir de lo peculiar para que el mundo gire a partir de una centralidad diminuta, algo que, en esencia, defiendo en la literatura.
La deformación del género deja una herida abierta, sobre todo, porque implica relegarlo a públicos más bien juveniles debido al argumento de sus novelas. Y todo, cuando la fantasía en sí como constructo eidético es un umbral hacia la expansión imaginativa. De ahí que yo la defenderé a capa y espada siempre que se respete a todos los lectores y no se construyan muros que coarten la libertad de algo que nació sin límites: la imaginación. Eso implica que nos hagamos algunas preguntas: ¿muere la fantasía cuando el lector madura? ¿El monstruo de lo comercial ha engullido casi por completo su esencia? ¿No sería más conveniente redefinir el género, crear nuevas palabras y conectar conceptos a partir del simple acto de imaginar? ¿O es que hay que poner fronteras a la fantasía? ¡No, por favor! ¡Jamás! Aunque bien, eso, más que puertas al campo, sería como ponerle vallas al mar. Yo, de mientras, crearé palabras. Así, si cierto día viniera el monstruo orwelliano de la nuevalengua, al menos, tendría algo con que poder rebatirle.
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