En la otra punta del pueblo

Revista Literaria Galeradas. PuebloPor Chita Espino- Bravo

Era marzo, había llegado la primavera y Mercè, Irma, las finlandesas Jaana y Sissi y yo nos íbamos a pasar el fin de semana a Catellbò. Irma tenía una amiga en Sant Cugat que tenía una casa en esa localidad de Lleida y nos prestaron una casa para el fin de semana. Yo casi me había apuntado a última hora con el poco tiempo que tenía dando clases de inglés en la academia de idiomas de Poble Nou, en Barcelona. Mercè e Irma me dijeron que me animara, que lo pasaríamos muy bien y decidí unirme al grupo.

Fuimos en el coche de Irma, bien apretaditas y el viaje fue largo, aunque entretenido. Los hijos de las finlandesas no estaban en este viaje y se agradeció porque cuando venían los niños, sus madres no podían desmadrarse demasiado. Las montañas que tuvimos que subir para llegar a Castellbò eran preciosas. Parecía un paso de montaña y pudimos disfrutar de los pinos y árboles de esa zona. Llegamos al pueblo hacia la hora de comer y al salir del coche noté que hacía mucho más frío que en Barcelona. Me abrigué y le pregunté a Irma a quién preguntábamos para encontrar el parking que nos habían indicado. Irma miró alrededor para ver si había alguien pero no vimos a nadie. El pueblo estaba muerto. De repente, vi a un señor en una calle que hacía mucha subida y se lo dije a Irma. Nos montamos de nuevo en el coche y subimos a preguntarle al lugareño. Yo bajé la ventanilla y le pregunté al señor que dónde estaba el camping en este pueblo y él me respondió levantando la mano apuntando hacia la zona: “Uy, está en la otra punta del pueblo, ahí abajo.” Nos pareció que era muy lejos y que debíamos escuchar bien las indicaciones del señor. Nos dio indicaciones de cómo llegar y fuimos a buscar el camping del pueblo. Dimos unas vueltas por alguna calle estrecha que nos llevó a la parte baja del pueblo y vimos el camping. Aparcamos y salimos, y yo miré hacia arriba y vi al señor haciendo gestos de “sí, ahí a lo lejos, muy lejos” desde la cuesta, y me dio risa y solté:  “En la otra punta del pueblo, pero si está aquí al lado, hombre. Te estoy viendo en la cuesta desde aquí.” Nos dio mucha risa a todas y no podíamos parar de reír y disimulamos como pudimos para no ofender al lugareño. “En la otra punta del pueblo” soltaba yo de vez en cuando y de nuevo nos moríamos de la risa.

Llegó la amiga de Irma. Se llamaba Remei. Era un poco más mayor que nosotras y tenía el pelo rubio y corto. Parecía una señora mayor, pero en verdad era cuarentona. Nos dio un paseo guiado por Catellbò. Me pareció precioso el pueblo, con un riachuelo en la parte baja de la montaña y un puente antiguo que te cruzaba al pueblo, calles empedradas y estrechas, y casas rústicas con tejados de pizarra negra. !Precioso de verdad! Me llamó la atención que no había ruido en las calles, ni gente hablando o paseando por tan precioso lugar. Era muy pequeño el pueblo y la gente tenía frío. También estaba nublado ese día y quizás la gente salía cuando había sol. Remei nos explicó un poco sobre la historia de Catellbò. Nos explicó que la villa de Castellbò se encuentra en un desfiladero, a 802 metros de altitud, entre el serrado de la Borda y los estribos de Roca Redona. Era un lugar de paso obligado de los antiguos caminos que unían la Seu de Urgell y Pallars Sobirá. En Castellbó se encontraban las ruinas del antiguo castillo de Castellbò, que fue derruido por orden de Fernando el Católico en 1513, aunque la capilla de San Pedro y San Francisco del castillo se derrocó siglos más tarde. Siguió explicando que el antiguo término municipal de Castellbò, de unos 105,99 km², comprendía el sector central y septentrional del término actual, es decir, todo el valle de Castellbò, aunque por el sector norte se abocaba a la Ribera o valle del Romadriu, mientras que Avellanet, uno de los núcleos del término, pertenecía geográficamente al valle de Pallerols. Yo desconocía toda esta información y me parecía difícil retener tanta información para un pueblo tan pequeño. Remei continuó explicando que en 1517, la villa estaba amurallada y que tenía dos torres, la del Serrat y la de Malbec. Hoy se conserva una torre de la muralla con ángulos redondeados con fragmentos de los antiguos muros. Las calles de la población son estrechas y tortuosas, y desembocan en la plazoleta presidida por la gran iglesia colegiada. La villa conserva muchas casas del siglo XV y XVI y tenían balcones de galería y barandillas de madera. Los edificios de interés del pueblo eran la colegiata de Santa María de Castellbò, la Virgen del Remedio de Castellbò, la Cruz de Palo de Castellbò, los palomares, el castillo y el puente. Remei nos los mostró todos. Nos llevó también al puente y nos habló del riachuelo. Nos dijo que era el río de Castellbó, afluente del río Segre. El puente tenía un arco muy grande de piedra y estaba reforzado con cemento. Remei nos dijo orgullosa que el puente había sido declarado “Bien Cultural de Interés Local.” Dimos la vuelta al pueblo en quince minutos, y me quedé alucinada de lo pequeño que era. A pesar de tener el coche abajo, en la otra punta del pueblo, Castellbò era precioso y entrañable.

Había momentos en los que Remei sonaba a libro de historia. Se había empollado todos estos datos y parecía recitarlos de memoria, sin ninguna gracia ni entonación. Eso sí, cuando le dijimos que nos encantaba el pueblo, nos sonrió y dijo que estaba muy orgullosa de ser de ahí, y se notaba. Caminaba con la cabeza muy alta y el cuerpo erguido y cuando miraba a su alrededor mostrándonos las casas del pueblo y los restos que quedaban del castillo, lo hacía con mucho orgullo. Las casas eran casi todas de piedra, con ventanas de madera clara y con tejados de pizarra negra. Los pinos del bosque rodeaban el pueblo y el único ruido que había eran los pájaros y los árboles moviéndose con el viento.

Remei vivió en Barcelona unos meses, pero no le gustó la vida en la ciudad grande y regresó a su pueblo. No recuerdo dónde conoció a Irma. Quizás se encontraran en algún coro donde cantaban, o en el Liceo de Barcelona, en alguna ópera. Irma cantaba muy bien y cantaba en varios coros. Le gustaba ir a la ópera en el Liceo de Barcelona. Irma y Remei eran muy distintas. No tenían nada que ver. Una era sofisticada y la otra se encontraba a gusto en ese pueblito tan pequeño y rural. Por un momento pensé en lo difícil que debe ser para una persona de un espacio tan pequeño acostumbrarse a la gran urbe de Barcelona, al ruido y coches contaminándolo todo. En realidad, yo tampoco vivía en la ciudad grande. Yo vivía en La Floresta, también zona de montaña y área rural, y por eso me fascinó tanto el pueblito de Castellbó. Remei se despidió de nosotras y nos mostró la casa donde íbamos a dormir. Señaló con el dedo donde estaba la casa. No era muy lejos. Estaba un poco más arriba de donde estábamos. Fuimos al coche a por nuestras maletas y las llevamos a la casa donde nos hospedaríamos. La casa era de una amiga de Mercè. Nos la prestaban ese fin de semana. La casa tenía tres plantas, era de piedra por fuera y tenía suelos de madera clara. El estilo era rústico y muy acogedor. Teníamos una planta entera con un salón enorme para poder dormir ahí. Había dejado varios colchones con sábanas en el suelo y nosotras traíamos sacos de dormir. La casa tenía calefacción y estaba caldeada. Me alegré de saber que no pasaría frío esa noche. Las noches de primavera en la montaña son muy frías. Nos fuimos a la cocina, y sacamos la comida que nos habíamos traído de casa y comenzamos a preparar bocadillos de pan con tomate y embutidos. Teníamos también fruta de postre y agua. Cenamos relajadamente y nos fuimos a dormir. El viaje había sido largo y estábamos todas bastante cansadas.

Al día siguiente amanecimos todas relativamente pronto. Eran las nueve y media de la mañana y había un silencio sepulcral. Sólo se podían oír algunos pájaros a los lejos. Qué feliz era yo. Necesitaba café con leche y un cigarrito, y ya no le pediría nada más al mundo. Dormí muy bien y me levanté descansada y relajada. Mercè estaba organizando la cocina un poco y preparaba café pero no teníamos leche. Mientras las demás se arreglaban, quise ir a la tienda del pueblo a comprar leche y algún bollo para desayunar, pero la tienda estaba cerrada. Entonces al bajar las demás, Irma nos dijo que Remei le había dicho que podíamos comprar leche directamente del lechero del pueblo. El pueblo tenía lechero. ¡Qué maravilla!” dije y me dispuse a ir a comprar leche del lechero. Irma nos dijo que no la vendían en botella, que ordeñaban la vaca en ese momento y que necesitaríamos una cazuela o algo por el estilo. Mercè encontró una cacerola mediana, nos calzamos todas y nos fuimos a por leche a casa del lechero. Jamás había visto un lechero y me hacía gracia que fuéramos todas en grupo a por la leche del desayuno. Al llegar a la casa del lechero que estaba a unos cinco minutos de nuestra casa, llamé a la puerta y enseguida abrió un chico joven muy guapo, de unos 22 años y con los mofletes rosados. Le encontré muy saludable con las mejillas rosadas. Le preguntamos si podíamos comprarle un poco de leche para ese día. El chico levantó el dedo índice derecho como queriendo decir que esperáramos un momento. Cerró la puerta y yo me giré mirando a las demás. No entendí nada. Le pregunté a Mercè si había dicho algo inapropiado y ella me dijo que no. Tampoco entendía ella que pasaba. Al cabo de un minuto regresó el chico y abrió de nuevo la puerta. Pensé que estaba en una película ya que el lechero salió con su delantal enorme de lechero y con su gorrita blanca de lechero. Nos volvió a preguntar qué queríamos. Yo volví a decirle si nos vendía un poco de leche para ese día y él asintió. Cogió la cacerola y nos cerró la puerta en las narices. Me giré y saqué un cigarro para fumar. Miré a Mercè y mi cara lo decía todo. Mercè se empezó a reír a carcajadas fuertes e Irma también. Yo les dije que no entendía al lechero. Que rarito era. Pero a los diez minutos abrió la puerta y apareció con una gran sonrisa y con la cacerola llena de leche recién ordeñada. Estaba caliente. Me quedé muy sorprendida. Nunca había visto leche así. Tenía grasa y nata en la parte de arriba y quería meter el dedo, pero Mercè me dijo que no lo hiciera. Debíamos hervir durante un buen rato esa leche para matar las bacterias y para separar esa grasa de la leche. Era leche muy fuerte. Mercè ya la había probado de niña. Yo jamás probé leche que no fuera de botella. Pagamos al lechero lo que pedía y nos despedimos sonriéndole. Él también nos sonreía y nos dijo adiós con la mano. Quizás fuera tímido el lechero o quizás no había visto tantas chicas juntas a la vez en su vida. No sabía bien, pero estaba feliz porque ahora podría tomarme un café con leche.

Una vez llegamos a casa, Mercè preparó el desayuno. Nos dijo que bulliría la leche una media hora para sacarle la nata y para matar las bacterias. No había caído que esa leche salía directamente de las ubres de la vaca. Una vez estuvo todo preparado, nos sentamos todas a la mesa a desayunar. Probé mi café con leche de vaca recién ordeñada y me pareció lo más exquisito que había probado en mucho tiempo. ¡Qué rica estaba esa leche! Me lo bebí disfrutándolo mucho. La pena fue que las dos horas vomité mi desayuno. Mi estómago no digirió esa leche y me sentó fatal. Me dio mucha rabia, pero al menos estaba riquísima de sabor. Recuerdo el sabor de ese café con leche hasta esta fecha.

Nos sentamos a charlar en la mesa de la cocina mientras me recuperaba del café con leche. Mercè por fin comenzó a hablar del tema que la preocupaba. Había estado tristona desde que llegamos a Castellbò y sus sonrisas eran forzadas. Normalmente era una persona alegre que sonreía bastante. Nos contó que su amante se casaba ese día. Yo puse los ojos como platos. No sabía nada y Mercè no me había contado nada de ello. Sabía que tenía un amante y que ese amante tenía una novia. Desde que Mercè me había confiado su historia, le había aconsejado dejarlo, porque no iba a ningún lugar con esa relación. El amante no iba a dejar a su novia y mucho menos después de lo que pasó aquel día. ¿Qué pasó aquel día? Pues aquel día, Mercè y yo nos fuimos a tomar un café por la tarde. Yo no me metía en su vida amorosa y cuando me pedía consejo, intentaba ser lo más objetiva posible con respecto a su amante. Siempre le decía que era ella la que tenía que estar en esa relación y que ella debía tomar la decisión de continuar o no con él, no yo. El amante era un cobarde y lo constaté después de lo que pasó aquel día. Mientras nos tomábamos un cortado aquel día, Mercè me preguntó que si yo le había hecho fotos a ella y al amante una tarde en nuestra ciudad mientras ellos paseaban, y que si se las había mandado a la novia del amante. Me quedé muy sorprendida con esa pregunta y me salieron varias carcajadas. Le dije a Mercè que le dijera a su amante que no tenía nada mejor que hacer en mi vida que irme a espiarla a ella y a él, hacerles fotos y luego mandárselo todo a su novia. Mercè enseguida me dijo que ella no pensaba que había sido yo, pero por si acaso me lo preguntó. Entonces se me encendió una luz y le dije:  “ Ha sido la novia de él, o él mismo. Lo más probable es que haya sido ella, que ya lo sabía, y no sabía cómo sacarle la conversación a su novio.” Le pregunté a Mercè si por fin él había dejado a su novia de tanto tiempo y me contestó que no, que ahora no podía dejarla porque la novia estaba muy disgustada con las fotos, pero que tenía intención de dejarla muy pronto. Yo sabía que había sido la novia de él quien encargó hacer esas fotos. Estoy convencida de que pagó a un detective privado para espiar a su novio y a Mercè. Recuerdo que por dentro me reía de ese amante que tenía mi amiga. ¿Realmente pensaba que él también era el centro de mi vida? ¿No le bastaba ser el centro de la vida de mi amiga? Cuando yo no estaba con Mercè, jamás me acordaba de que existía ese hombre. El amante era demasiado cobarde para hablar con su novia y dejar la relación de doce años o más que tenía con ella, aunque no funcionase bien. El amante era un cobarde para estar abiertamente con Mercè y comenzar una nueva vida con ella. El amante no tenía lo que había que tener para sentarse a solucionar esa situación que duraba ya muchos años. Me preocupaba que Mercè le defendiera ese día y que me hubiera hecho esa pregunta tan patética, como si no me conociera. Jamás me metería en esa relación, ni aunque me pidiera ayuda. Ella debía salir sola del embrollo en el que estaba o continuar sola con ese amante. Mercè a veces se sorprendía de la claridad con la que yo veía su situación, pero claro, mientras ella no lo viera, no servía de nada mi claridad. Para mí, estaba más claro que el agua.

Volviendo a Castellbò y al momento en que me había sentado mal el café con leche, Mercè empezó a hablarnos de por qué estaba triste ese día. Era el día en que se casaba su amante con la novia que tenía hacía doce años. Yo no hice ningún comentario sobre el tema. No quería echar leña sobre el fuego y además, me molestaba todavía el estómago por la leche que había tomado. El tema del amante de Mercè me tenía ya bastante aburrida y prefería relajarme no haciendo comentarios y simplemente escuchaba lo que las demás tenían que decir. Mercè nos dijo enfadada que seguro que el amante quería que ella fuera a la iglesia a gritar que no se casara con su novia, que ellos tenían una relación que duraba ya muchos años y que no se podía casar. De esa forma no habría boda. Yo seguí callada y pensando que lo mejor que le podía pasar a Mercè es que ese patético amante que tenía se casara con su patética novia de tanto tiempo y que fueran lo más felices posible. Intenté desviar un poco la conversación a algo más alegre una vez Mercè se había desahogado. Nos pusimos a contar chistes y las finlandesas no podían entender palabra. Lo gracioso era intentar explicarles el chiste en inglés, con lo que toda la gracia del chiste desaparecía y lo hacíamos tan mal, que era verdaderamente gracioso el escucharnos explicar mal el chiste en inglés. Las finlandesas eran estupendas y no paraban de reír. Al menos Mercè ser rio un buen rato con los chistes y con nosotras. Era importante pasar la mayor parte del sábado sin hablar el amante de Mercè para que su mente estuviera entretenida con cosas más alegres. Nos fuimos a pasear por Castellbò después de comer, para bajar la comida. Hacia frío y estaba casi lloviendo. No vimos rastro del lechero. Al volver del paseo, se nos ocurrió hacer una fiesta por la noche, después de cenar. Cenamos algo rico, bebimos un buen vino tinto que habíamos traído de Barcelona y pusimos música. Encontramos una radio vieja y funcionaba bien. Todas bailamos una par de horas como locas. Mercè se emborrachó un poco para no pensar en el amante y lo consiguió. Creo recordar que en un momento dado bailamos “La Macarena” y les enseñamos a la finlandesas cómo se bailaba. Fue un buen sábado, a pesar de esa boda que todas intentábamos olvidar. Yo me lo pasé fenomenalmente y todas disfrutaron mucho la fiesta. Mercè creo que también la disfrutó, aunque yo sé que en el fondo estaba hecha polvo por esa boda. Llegó la hora de dormir y nos despedimos hasta el día siguiente. Había sido un día bastante largo y estábamos cansadas y un poco bebidas. Nos fuimos a dormir hacia las 2 de la madrugada.

Al día siguiente nos despertamos a las diez de la mañana. Yo tenía el estómago aún revuelto de la leche del día anterior. Decidí no desayunar ese día. Queríamos volver a Barcelona una vez termináramos de recoger toda la cocina y la casa. Les dije que debíamos ir a despedirnos de la gente de Castellbò. Nos habían tratado muy bien y la verdad, yo fui muy feliz ese fin de semana en ese pueblo feudal. Descansé mucho y me relajé con la paz y el silencio que se vivía en Castellbò. Mercè tenía mala cara. La borrachera no le había sentado demasiado bien y se notaba que había llorado. Tenía los ojos hinchados. Ella lo achacaba a la resaca que tenía, pero yo sabía que era por llorar. Les dije a las chicas que fuéramos a despedirnos del lechero. Me había caído tan bien y quería verle de nuevo los mofletes rosados antes de volver a Barcelona. Aunque me había costado comprenderle al principio, me pareció un chico majo. Fuimos caminando a la otra punta del pueblo, pues eso, tres o cuatro casas más abajo, para despedirnos del lechero y de los otros vecinos y nos encontramos que la gente de Castellbò estaba afuera esperándonos para despedirse. Ya sabían que nos íbamos ese día y estaban esperando para despedirse. Que gente más simpática. Me cayeron muy bien y ahí a lo lejos vi a mi lechero, bueno, el lechero de Castellbò. Se despidió de todas nosotras y me preguntó cómo estaba mi café con leche de vaca recién ordeñada. Le dije que había sido el mejor café con leche de mi vida. Por supuesto no le dije que lo vomitó enterito. Se sonrojó y todavía se le veían más rosados esos mofletes que tenía. Le sonreí y me espedí de él con dos besos. El lechereo nos regaló otra de sus sonrisas. La verdad era que el lechero tenía una sonrisa preciosa. Las demás también se depidieron con besos y algún abrazo de los lugareños. Les di las gracias a todos por venir a despedirnos y nos marchamos hacia el coche. Una vez llegamos al camping tuve que mirar hacia arriba, hacia esa calle con tanta cuesta. Vi a los vecinos de Castellbò en la cuesta despidiéndose con la mano. Ahí dejamos a la gente de Castellbò, en la otra punta del pueblo y volvimos a Barcelona. Durante el viaje de regreso estuvimos recordando cada instante vivido ese fin de semana, en especial los momentos divertidos, los chistes mal contados y también recordamos al lechero de Castellbò. Ninguna mencionó al amante de Mercè, ni la boda del día anterior. Habíamos dejado ese momento negativo en Castellbò. Mercè tampoco le mencionó en ningún momento del viaje de regreso. Yo sólo esperaba que se olvidara de ese amante y que fuera más feliz sin él.

 

Dedicatoria especial:  Dedico este relato a mi querida amiga Irma que ya no está entre nosotros. Espero que te vuelvas a reír mucho con esta historia. Un abrazo dondequiera que estés.

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