Down

Por Guillermo Obando Corrales

A Amparo Dávila, in memoriam

Nunca voy a olvidar el día en que vino a vivir con nosotros. Las cosas se volvieron de pronto una representación perfecta de nuestra vida en cautiverio. Mi hermana Ofe jalaba las sábanas, se metía entre mis piernas y entonces sentíamos entrar por el cuarto los alaridos de una sombra.

Vivir bajo cuatro paredes no es nunca un sinónimo de seguridad. Dentro de la casa una ya no podía caminar sin sentirse empujada por algo: como si ese algo nos empujara lentamente hacia la profundidad de nuestras cosas hasta dejarnos como una masa enorme de aluminio encerrada en un cascarón.

A eso hay que agregar que los objetos tenían un espacio único e inamovible; hasta el andar cautivo de los roedores se miraba impedido. Solo había dos lugares habitables: el dormitorio de mi padre, tan estrecho como una cesta de futbol sala, y el nuestro, diametralmente espacioso, como un resbaladero de McDonald’s.

A él le gustaba coleccionar más pelotas de beisbol que un recogebasura a las afueras del Yankee Stadium. Era un coleccionador impulsivo que llevaba a la casa cualquier tipo de esferas. Las tocaba y yo lo miraba meterse aquellas sucias pelotas por el vientre, como si con eso tratara de reducir el malestar que también ya formaba parte de nosotras.

Era un hombre que vivía muy alejado de la gente.

¡Creía tanto en la soltería! Hablaba de seres masculinos que llevan una vida a secas, a la sombra de un pozo vacío, en medio de un desierto plagado de monjas. De vez en cuando se ponía de anticuado, aunque casi siempre se mantenía entre calmado y tristón.

De niñas ocupábamos los tres tiempos de comida para preguntarle qué había sido de ella. «Única…», contestaba. Y cuando mentíamos que la vecina había preguntado por él, cambiaba de tema y nos decía: «Su madre fue una mujer bella, valiosa: una cascarita firmada por Jorge Posada».

Cuando llegaba borracho a la casa solo decía cosas absurdas: «Su madre me abandonó por un hijuesú… Con razón le apodaban Calzón Eléctrico».

Yo le cerraba las lágrimas a Ofe y, con educación, le pedía a él abandonar la mesa. ¡Papi, ese es tema que deberías llevarlo a las cantinas!

Nos dolía la ausencia de una madre, pero eso no era motivo para que él ofendiera su nombre. Vivíamos encerradas en un mundo sin comparación con el de afuera, y la muestra de un rostro materno tardaba en esfumarse de nuestros sentidos al igual que los malos olores en las alcantarillas.

Aunque no siempre la recordábamos.

Revista Literaria Galeradas. Foto casa humilde
Foto casa humilde, bicicleta

De hecho (ya no había tiempo para ponerse a llorar), nos acostumbramos a comer de manera solitaria. No teníamos contacto alguno con los niños de nuestra generación; no jugábamos a ponerle la cola al burro; no teníamos eso que el mundo llama «vida social». De la escuela a la casa, y lo contrario. Un espacio ordinariamente delimitado al que, irónicamente, le agarramos sabor.

Mi papa le trabajaba a la Coca-Cola. No había que sentirse la mamacita de Tarzán por eso; pero las «compañeritas» de clase no desperdiciaban ni un solo minuto del receso para recordarnos que habíamos nacido huérfanas y que, todavía con un tono más burlesco, nuestro padre repartía botellas de plástico por todas las casas, con los pantalones y la gorra de un vendehelados. Todos los días lo mismo, repitiéndonos sin cansancio la premisa de que mi papá moriría como esclavo en el área pública cocacolera.

Nunca íbamos a entender tales cosas. Aun así, y se lo dije varias veces a Ofe, quien a veces se atacaba en llantos, era nuestro padre y a los padres uno los ama, nunca se habla mal de ellos, y si alguien mete cizaña, pues ahí están los hijos para meter en una caja china los comentarios que quieran atentar contra esas máquinas biorreproductoras.

***

Cuando aquella cosa entró a la casa, un viento muy helado se deslizó por el piso del porche hasta alcanzar los manteles que cubrían las ventanas de la sala. Nos la presentaron, y más tarde, como acto de cortesía, mi papá la llevó al cuarto.

Ese día mi hermanita me avisó que mi papá y su nueva «huésped» habían estado gritando. «Golpes y golpes sobre la pared», decía Ofe, asustada.

A veces no le creía tanto, pues a las niñas, como crecen, no hay que creerles todo lo que dicen… Continué escuchando música en mi dispositivo digital y olvidé el asunto.

Yo asistía a la secundaria y cursaba el cuarto año. A Ofe aún le faltaba un año para graduarse de primaria. Mi música preferida: RBD, Wisin y Yandel, algunas de Bob Marley y Molotov, naturalmente.

Ofe tenía noviecitos. Y yo me mecía en una balanza decisoria de géneros: no había resuelto si me gustaban las mujeres o los hombres; mi vida quizás oscilaba como péndulo en medio de un abismo tratando de definir un oscuro e incierto destino.

Pero fue Dios quien se encargó de todo.

Una vez alguien me juró amor eterno, cuando yo recién cumplía los 12 años. Entonces las niñas jugábamos a tocarnos las faldas y a vestir a todas las muñecas sin cabeza, y nos divertíamos dándonos besos en la boca y en las piernas, como hacían los enamorados de las telenovelas.

Crecí y mi amor por aquel chavalo primerizo se hizo más evidente. Pero nunca lo hicimos en casa. Lo tenía prohibido. Aunque en las casas vecinas un montón de viejas borrachas tuvieran relaciones y luego viéramos en las fotos porno de Internet cómo se tocaban y se metían aparatos grandes y de goma por sus partes, nosotras, las hermanas, ni siquiera en lo íntimo de nuestra conciencia podíamos llegar a cruzar esa barrera.

Con decir que mi papá ni siquiera nos consintió ir por las calles agarradas de la mano. Se me viene a la mente cuando nos pegó solo por habernos besado en la mejilla. Fue un acto de hermandad, pero él se lo tomó a mal y dijo que ese tipo de relaciones contra natura le caía en las patas.

***

—¿Y quién es ella?

—Nadie. Mejor váyanse a bañar.

Basta con decir que ni su edad sabíamos.

—Tiene —decíamos Ofe y yo, para matar el tiempo en las noches— como 30 años. Se llama Marcia. Tiene nombre de… Las nalgas le resaltan más que otra cosa… Celulitis aceitosas e invisibles en su licra hedionda con puros hoyos… No es una muchacha…, porque no tiene aspecto de ello… ¿Vos, ya viste qué imbécil es? Lo único que dice a medias es «Ayer». ¿Cómo estás? «Ayer». ¿Tenés sueño? «Ayer». 

A veces nos sentíamos unas verdaderas estúpidas. Tal vez cansadas. Suponer escenarios en medio de tanto aislamiento nos había dejado sin ganas de hacer nada. No cabíamos dentro de esa burbuja de encierro. Y, mientras tanto, la cosa metida en su cuarto-sótano haciendo a saber qué. Queremos hablarle y ella huraña y como un robot: «Ayer», dijimos desveladas, no me acuerdo cuándo, al que tenía la culpa de todo, y se enojó pues «solo malacrianzas aprendíamos en el colegio».

Después de darle vueltas al asunto, llegamos a pensar que ese «ayer» podía representar algún presagio sobre el fin del mundo.

Aunque lo verdaderamente penoso fue la vez en que comparamos los sonidos de la naturaleza con los que hacía Marcia: el canto de los guardabarrancos, la melodía incansable de los grillos y la sencillez demoledora con que cantan las lagartijas. Me acuerdo de que Ofe decía: «Son dos posibilidades: o ella canta así o ellos la remedan». Quizá Marcia lloraba sin armonía, con furia, con alegría, o eso era lo único que podíamos sacar por conclusión.

Hartas de tantas especulaciones, un día decidimos entrar. El cuarto parecía un chiquero. Al ver nuestras sombras proyectarse alrededor de la cuadratura de la puerta, Marcia gritó, inconsolable.

—Esta no para ahorita —dijo Ofe, y fuimos de inmediato a escondernos al fondo de la cama, en donde agotaríamos todas las variantes de la esperanza, pensando además en cómo huir de aquella casa, de nuestro padre y su inconsolable soltería.

—¡Pensá!… ¡Balazo! —le dije a mi hermana en medio de aquel monte de ropa polvosa que eran los resortes de metal del colchón.

No vacilé demasiado y decidí cruzar la línea del cuarto, ir donde estaba esa manifestación tan oscura y rugosa como las sábanas que se extendían y nos envolvían en una cotidianidad sin precedentes.

Detrás de la puerta, los gritos de Marcia se parecían a la frecuencia afónica que emiten los animales caóticos en el bosque: ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhh…, aaaaaaaahhhhhhh…, aaaaaaaaaaaaaaahhhhhh!… Pero, al tenerla frente a mí, angustiosa e indomable, rechacé la idea y volví con Ofe.

Y así pasamos las dos, haciendo planes.

—¿Decís que sería bueno que la ahoguemos?

—Parece buena la idea, pero no es eso.

El tiempo parecía hecho de una sustancia detenida en el espacio. ¿Por qué a nosotras? Pareciera como si el universo jugara a jodernos la vida. Danos fuerza, Dios.

Pero luego de desentrañar toda la inmortalidad del cangrejo, mi hermana, el rímel puesto como materia pegajosa en sus labios (había llorado sin cansarse), entró al cuarto de Marcia y a bocajarro le dio en la cabeza con la piedra de picar hielo que habíamos ido a traer a la cocina. Yo la agarré de los brazos y, pese a nosotras mismas, tuvimos que abrirle las piernas.

Minutos después, cambiamos de posiciones. Ella se puso bravucona, nos mordió varias veces; quiso escapar, pero todo fue inútil, nosotras éramos un saco de nailon y ella la basura y sus organismos queriendo vagamente liberarse de nuestra superficie.

***

—Vení. Platiquemos un rato. ¿Cómo vamos a guardar el secreto?

—Vas a ver: nadie se da cuenta.

Aprovechamos la última claridad intermitente del cenit para visitar el parque que teníamos a unas pocas cuadras. Varias personas no dejaban de comernos con la vista.

—Semejante bulto y no querías que te vieran. ¡Confiada!

—¡Shhhh! ¡Callate!

La tiramos al cauce sin poner de antemano rencores, y nos fuimos.

Dieron las seis de la noche. Nos dormimos, y antes de eso volteamos las sábanas y limpiamos todas las sospechas que había en el suelo.

La luz de la Luna se metió en nuestros párpados hinchados de insomnio; terminamos de abrir todas las ventanas y puertas, nos limpiamos las legañas casi a la misma vez y en el acto notamos que nuestro padre aún no venía. El cuarto de Marcia estaba como lo habíamos dejado. Solo un detalle: la puerta abierta.

—¡Sí! ¡Pero has de creer!: todo lo demás está igualito —dijo Ofe y, con la cara repleta de contrición, se asomó de reojo por el hoyo oxidado de la cerradura.

Había que aquietarse. Miramos la tele, invocamos dos o tres veces a la Purísima y comimos bollos tostados con mantequilla.

Cuando mi papá volvió del trabajo, lo recibimos con la noticia de que Marcia se había jalado lejos.

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