Crónicas crepusculares

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Una agradable tarde de junio, en el Parque del Retiro de Madrid, un poco más allá del Paseo de Coches, donde se desplegaban las innumerables casetas de las librerías y editoriales que participaban en la Feria del Libro, iba a tener lugar, en ese auténtico oasis de belleza y tranquilidad que siempre son los Jardines de Cecilio Rodríguez (y, más aún, si, como era el caso, sirven de refugio ante el alboroto inaguantable producido por el continuo hormigueo de lectores, compradores y curiosos), las Primeras Jornadas de los recientemente creados «Encuentros con el autor». El ambiente no podía ser más acogedor. Todo lo que la vista abarcaba confería al lugar una atmósfera de ensueño: pequeños estanques, esculturas clásicas, columnas de granito, setos, cipreses… Y, sobre todo, los armoniosos y elegantes pavos reales, que completaban el entorno paradisíaco y se paseaban con aire de suficiencia entre los empingorotados asistentes. Estos últimos (no los pavos reales, que nunca perdían su majestuosidad) esperaban con impaciencia el comienzo del acto cultural.

A las diez menos veinte exactamente, ni un segundo antes ni un segundo después, tomó la palabra el presentador del evento:

—Queridos amigos, queridos amantes de las letras, queridos letraheridos, si me permitís el uso de esta palabra un tanto cursi, pero hoy tan de moda, queridos todos, es para mi un gran honor y un gran placer presentar este acontecimiento tan especial. En realidad, cualquier nueva novela, valga la redundancia, ya que como sabrán ustedes, la palabra novela viene de latín novellus, novedoso, cualquier nueva novela, decía, de Manuel Villavella es, en sí misma, un acontecimiento especial. La última novela que escribe supera siempre a la anterior, y cuando ya creemos que no se puede más y que ha llegado a la cima absoluta en su dominio del lenguaje y en su conocimiento del alma humana, no tardamos en damos cuenta (justo el tiempo que tarda en sacar su siguiente novela) de cuan equivocados estábamos. En fin, no me enrollo más, que seguro que ustedes estarán esperando que tome la palabra cuanto antes el gran escritor, quien, después de unas breves palabras iniciales, entablará un animado dialogo con el joven periodista cultural Juan de Juanes.

Manuel Villavella, quien seguía con su sombrero borsalino encasquetado, pese a que ya el sol empezaba a ocultarse, tomó la palabra:

—Hola amigos. En primer lugar, quería deshacer un pequeño mal entendido: la obra que hoy presento no es, en realidad, una novela, sino una colección de relatos, como, por otra parte, queda bien reflejado en el propio título: Crónicas crepusculares. Seguro que algún malicioso, que siempre los hay, se estará imaginando que con la palabra «crepuscular» quiero hacer referencia a mi propia edad. Nada que ver. En estos relatos, donde he intentado dejar mi vida aparte, trato de describir el crepúsculo de una sociedad y de una cultura, las occidentales, que se hallan en franca decadencia. Se trata de una sociedad que lo ha apostado todo al dinero, a lo material. Y ha perdido. Y, al perder, pues lo ha perdido todo. Ahora queda la titánica tarea de reconstrucción, de construir un nuevo mundo a partir de las ruinas, de las cenizas, del antiguo. Pero, ya me conocéis de sobra y sabéis perfectamente que el hecho de que yo no me encuentre entre los adoradores del becerro de oro, no implica que sea partidario del sacrificio, ni del ahorro, ni de la penitencia. Ahora bien, los placeres que a mi me gustan, los mejores placeres de este mundo, y dudo mucho de que haya otros mundos, ni mundos paralelos ni mundos celestiales, son aquellos que son acordes con la naturaleza humana. Me refiero a esos pequeños grandes placeres cotidianos. Como, por ejemplo, comerse una escalibada a la sombra de una parra. O releer las obras de Horacio al lado de un vaso de buen vino. Verán ustedes que, justo ahora mismo, el sol se está despidiendo de nosotros. Un crepúsculo maravilloso. No me digan que no. Pues bien, en esta hora crepuscular quiero obsequiarles, a todos ustedes, tanto a quienes compren mi libro como a quienes no lo hagan, con el pequeño gran placer de tomar una copa de vermut mientras el cielo se tiñe de rojo, de un rojo muy parecido al color del licor que van a degustar. El vermut representa, no hace falta decirlo, la obra cumbre de la civilización humana. Estamos hablando de una combinación perfecta de naturaleza y cultura. Una mezcla perfecta, perfectamente equilibrada, entre muy diferentes ingredientes naturales (el jugo de uva fermentado y multitud de hierbas aromáticas) bajo la mano maestra del hombre. Y la aceituna que hallarán en cada una de sus copas representa el mundo éste en el que vivimos, el globo terráqueo. Pero, como no quiero que se vayan a sus casas demasiado perjudicados, he querido obsequiarles también con un suculento canapé de anchoa, con una torraeta, como dicen en mi tierra, que simboliza a mi queridísimo mar Mediterráneo.

Nada más terminar la disertación, aparecieron, sin que nadie supiera muy bien de dónde, unas guapas azafatas, que repartieron las refacciones. Abundaron las impresiones laudatorias, tanto sobre la exquisiteces gastronómicas como sobre el brillante discurso del gran escritor. Al poco, fue el turno del periodista cultural.

—Antes que nada, quería aprovechar esta oportunidad que se me brinda para expresar no ya mi predilección, sino mi más rendida admiración hacia la obra de Manuel Villavella, a quien, si bien es cierto que no tenía el gusto de conocer personalmente, sí tenia el gusto de conocer, como seguramente todos ustedes, a través de sus libros. Un conocimiento profundo, en mi caso, resultado de una lectura atenta y perseverante tanto de su obra periodística como narrativa. Manuel Villavella destaca sobremanera en el páramo cultural que nos rodea. Sin embargo, yo no he venido aquí para agasajar a nadie. En la conocida tragedia «Julio Cesar», escrita por el Bardo de Avon, Bruto, intentando justificar su crimen, alega que, si bien él amaba a Cesar, más que a Cesar amaba a Roma. Por eso le tuvo que matar. Y yo, como periodista que soy, amo a Manuel Villavella, pero más amo a la verdad. ¿Y cual esa verdad? Rebobinemos. En septiembre de 1982, usted, señor Vilavella, publicó en el diario El País un artículo, reunido luego en su libro Crónicas urbanas, que relataba una historia curiosa. A principios de siglo, un mendigo parisino intentó vender un autorretrato de Van Gogh al marchante Vollard, quien rechazó la oferta, creyendo que el cuadro era falso, ya que el auténtico se lo había vendido él al Barón Rothschild. El mendigo, desesperado, tiró el cuadro al suelo y se marchó. Vollard descubrió, tiempo después, que el cuadro original era el que se encontraba en su tienda, y la copia, el que él había vendido al Barón. Dominado por el arrepentimiento, intentó localizar al mendigo, y entonces se enteró de que éste se ha quitado la vida arrojándose al Sena. Una buena historia, sí señor. Pero a mi me gustaría saber si es una buena historia verdadera o una buena historia falsa. Podría ser una buena historia ficticia, desde luego, no pasaría nada por ello, a pesar de que todos los personajes (Van Gogh, Vollard, el Baron Rothschild) son de carne y hueso, y a pesar de que el propio nombre de “crónicas” lleva implícito la veracidad de lo relatado. Pero lo que no me parece bien, lo que me parece harto criticable, de hecho, es que ese mismo relato del que estamos hablando aparezca, casi veintiocho años después, en este libro que usted nos presenta ahora. Usted es libre de reciclar sus materiales, por supuesto, pero no tanto de mezclar realidad y ficción a su antojo, como le venga en gana, como un tahúr mezcla sus cartas antes de realizar un truco de magia. Al inicio de su relato sobre el falsificador Van Meegeren, incluido en estas Crónicas crepusculares, aparece el mencionado relato del mendigo parisiense, pero si bien el primero de ellos es verídico y está perfectamente documentado, el segundo de ellos tiene todos los visos de ser una mera fantasía. Aparte de mis pesquisas en internet, que sería muy prolijo detallar, hay dos pequeños detalles, dos pequeñas diferencias entre el antiguo y el nuevo relato que le delatan. En primer lugar, lo que en 1982 era un «elegante mendigo» se ha transformado ahora en un «clochard andrajoso». Y, en segundo lugar, lo que en 1982 era un Autorretrato de Van Gogh con sombrero de paja se ha convertido ahora en un Autorretrato de Van Gogh con sombrero de fieltro. Ciertamente, son dos diferencias mínimas. Pero concluyentes. Nos hacen pensar que la historia real no existe, Sólo existe una historia creada por usted, un relato producto de su imaginación. Y precisamente ello es lo que le permite adornarlo como mejor le place en cada momento: ahora pongo un detalle aquí, ahora pongo otro allá… Defiéndase, señor Villavella. Si es que puede.

Manuel Villavella respiró profundamente, echó la cabeza hacia atrás con parsimonia, la devolvió a su sitio original y se dirigió al periodista.

—Se ha quedado a gusto, ¿no? Como se nota que es usted periodista y que no ha escrito nada digno de mención en su vida. Decía Pessoa: «el poeta es un fingidor y, finge tan completamente, que hasta finge que es dolor el dolor que de veras siente». Y eso que decía Pessoa respecto a la poesía es también aplicable a la prosa. Una obra se nutre de realidad y fantasía en proporciones variables, que sólo el autor puede fijar. El autor no tiene que rendir cuentas a nadie. Yo no lo hago. Y además, ¿qué es realidad y que no lo es? ¿Cómo sé que usted es real y no el producto de la imaginación de un escritor principiante, que todavía no logra crear personajes con personalidad propia, sino, más bien, personajes lineales, como de cartón piedra? Piense en ello.

El público rompió a aplaudir y a reír a partes iguales. Algunos hacían las dos cosas a la vez. La algarabía era generalizada. Juan de Juanes supo que allí no tenía nada más que hacer. Se levantó despacio. Y muy despacio se marchó, con la misma dignidad de los pavos reales que encontraba en su camino. Una vez fuera del recinto, respiró un aire inusualmente limpio.

 

Juan Alberto Campoy Cervera, La historia es un cuento.

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