Desde siempre, los partidos autodenominados «progresistas» han presumido de ser la vanguardia de la cultura; hay algo de razón en todo ello, en los tiempos del general hubo un cierto tufillo catetorro en algunos afines al régimen que no pasaban de ser escritores mediocres, pintores de horrorosos bodegones o ensayistas interesados en algún puesto académico. No obstante, también hay que decir que en este circo de los horrores franquista convivían magníficas plumas, directores de cine soberbios y pintores insustituibles como Salvador Dalí (vetado hasta en el callejero barcelonés durante décadas).
La progresía cabalgaba entonces a lomos de magníficos intelectuales que nos alumbraban con la antorcha de la globalidad, la solidaridad, la igualdad y todas aquellas venturas que los falangistas aplastaron bajos sus relucientes botas de piel. Le debemos a los valientes ensayistas de izquierdas de la época el espíritu de renacimiento, de volver a asomar la cabeza por encima del pan de cada día que nos impedía abrir la boca para hablar, pero sobre todo les debemos el espíritu conciliador que tanto echamos de menos en la intelectualidad roja de ahora; más polarizadora que nunca.
No, los culturetas progresistas de ahora no son sombra de lo que fueron. Eligen a sus escritores de cabecera desde El País «de las maravillas» y otros medios, para vendérnoslos como la quintaesencia de la moralidad dominica, prudente y próvida, que debe presidir nuestras vidas. Escritores al cabo de las migajas del imperio ideológico del Sánchez de las subvenciones que saben cómo estar arriba del todo, aunque para ello deban arrastrarse por los suelos de Ferraz y Moncloa primero. Plumeros al viento de la ideología subvencionada que acapara películas invisibles, inservibles, mediocres, sostenibles, correctas de género e igualitarias al servicio de su anhelado «pensamiento único», que apila libros bien alineados en los anaqueles de la propaganda y vitorea a pintores de género siempre que no se les ocurra, como a Picasso o Goya, dibujar corridas de toros.
En la época de Stalin, fueron muchos los escritores y artistas propuestos por el padre de todos los comunismos de los que ya no quedan ni sus nombres. Arribistas inmaculados que no acabaron veraneando en Siberia gracias a su capacidad de adaptación a un régimen tan infame como el que ahora se alumbra en Hispanoamérica y, yo diría, que también en España si Dios y los votantes no lo remedian. La memoria histórica, en Madrid como en Moscú, solo es una y, si te apartas de la senda de los fusilamientos franquistas y miras a los de Largo Caballero (por poner solo un ejemplo) los medios afines disparan toda su artillería de mediocres columnistas hacia ti.
Hasta los tertulianos han sido tocados y hundidos en las emisoras públicas. La intelectualidad «chupipandi» al servicio, faltaría más, de un régimen, el de Sánchez, que acabará con el pensamiento libre de este país. Ahora que los intelectuales no afines y los tertulianos inadaptados a la ideología socialista se van a ir al pairo (y al paro), los chupipandis igualitarios, culturetas de Casa del Pueblo, sostenibles e insoportables, se relamen de gusto, embadurnados de una rojez que hiede a rancio. ¡Ya era hora de que se hiciera justicia! Porque un chavismo sin sus entregados tertulianos no es un chavismo serio, RTVE bien vale un saco de arroz.
«Pensamiento libre sí, pero dentro de un orden», decía un ministro franquista de los muchos que se apellidaron López. Los mandamases de la televisión pública parecen, también, suscribir el poderoso aserto del viejo Platón: «Que una cosa es el pensamiento libre y otra la poca vergüenza».
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