Desde que, primero los norteamericanos, tras la Primera Guerra Mundial, y después los chinos, desde el principio del actual milenio, empezaron a inundar los mercados de becerros de oro, el mundo asiste a la mayor revolución de todos los tiempos, mayor incluso que la digital.
Casi sin darnos cuenta nos hemos convertido en la civilización de «usar y tirar», aspiración máxima del pragmatismo y la cosificación, que han venido a suplantar al espiritualismo y al idealismo de antaño. Sin duda recordarán cuando nuestros abuelos, e incluso nuestros padres, tenían un reloj que les duraba años, e incluso toda la vida; un par de trajes, media docena de camisas y corbatas, un abrigo y, a lo sumo, una gabardina, dos pares de zapatos; en fin, una cosa modesta; estrenar esa un acontecimiento; y cuando algo se estropeaba, ahí estaban el relojero, el zapatero o el zurcidor.
Todo eso es cosa del pasado, incluso en las familias más humildes. El antiguo prêt-à-porter es hoy día prêt-à-jeter. Se usa y se tira; incluso a veces se tira sin usar. ¿Para qué arreglar la lavadora, o el televisor? A menudo ni siquiera vale la pena. Se ha generado en la gente una auténtica bulimia de cosas, que apenas se disfrutan y ya se tiran; incluso los niños con sus juguetes de toda índole. Es como una filosofía de vida. Recuerden aquellos desvanes de antaño donde se acumulaban objetos variopintos que aguardaban entre telarañas y polillas la llegada del curioso de turno, que se deleitaba contemplándolas. Las familias, al casarse, adquirían muebles sólidos de nogal, que les duraban toda la vida. Ahora, vamos a IKEA y amueblamos, o hacemos como que amueblamos la casa, hasta que nos cansamos y vuelta a empezar.
Insisto, es una filosofía de vida que nos han inculcado sin tan siquiera darnos cuenta, por más que en el fondo sigamos considerándonos modernos y originales. Somos borreguillos, pobres víctimas de los grandes mercaderes que dirigen y controlan a la Humanidad. Una filosofía que se extiende al ser humano. ¿Qué hacen, si no, los empresarios con los trabajadores? Usar y tirar. ¿Qué hacen los políticos con quienes les rodean? Usar y tirar. Dicen que Napoleón calculaba el número de soldados que le iba a costar una batalla: ¿Doscientos mil? Bueno, de acuerdo. Carne de cañón, petite espèce. Eso somos y seguiremos siendo: así lo calcularon posiblemente los generales que prepararon minuciosamente el desembarco de Normandía: ¿trescientos, cuatrocientos mil? De acuerdo, luego los declaramos héroes, les damos una medalla y los sepultamos coquetamente en un cementerio, con su crucecita, a ocho mil kilómetros de su patria. ¿Qué hace el Estado con los ciudadanos? Usar y tirar. Menos mal que los pequeños vicios y placeres hacen el papel del antiguo opio.
Un olvido que se extiende a nuestros padres –el modo en que han crecido las residencias de ancianos…; hay que hacer cola y esperar turno–, a nuestros abuelos, por más que se hable de «memoria histórica» ¿Quién se acuerda de Cela, quién se acuerda de Umbral, de José Hierro? A lo sumo los que tienen que hacer la selectividad y cuatro especialistas. Sales a la calle, preguntas por nombres que no sean Bisbal, Madona o Messi, y el personal te pone cara de póquer. Muere en accidente de automóvil José Antonio Reyes, futbolista, y la gente dice sentirse «consternada» (término efectista aunque escasamente apropiado a la situación); pero a los cuatro días el olvido, como la niebla, lo cubre todo, salvo, claro está, sus parientes próximos, sus hijos, etc. Aquí de lo que se trata, como dijo James Dean, Truman Capote o quien fuera, es de «vivir al límite, morir joven y hacer un bonito cadáver», aunque nuestros hijos se vean condenados a vivir entre montañas de estiércol y mares contaminados hasta las trancas. Es ley de vida, dicen.
Juan Bravo Castillo, director de la publicación literaria Barcarola
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