Que la Humanidad se ha acostumbrado a vivir con la inconsciencia del que ve su propio final perfilándose en el horizonte, y, pese a ello, sigue y sigue como presa de un fatalismo que le impide rectificar, es una verdad que ya muy pocas gentes sensatas ponen en duda en el mundo actual.
Las voces de alarma se multiplican desde muy diversos organismos y fuentes autorizadas; la última, contundente como pocas, la acaba de lanzar la Plataforma Intergubernamental sobre la Biodiversidad y los Servicios Ecosistémicos (IPBES), un organismo independiente impulsado por la ONU en el que participan 132 Estados, entre ellos España. No es un simple informe alarmista más, sino el más amplio y detallado estudio sobre biodiversidad de estos últimos años, elaborado por 455 científicos de 50 países que han evaluado los cambios ocurridos en las últimas cinco décadas en nuestro planeta, y sus conclusiones son francamente devastadoras: una de cada ocho especies animales y vegetales se encuentra en riesgo de extinción debido a la actividad humana. En juego está nuestra propia supervivencia; los fundamentos de nuestra economía; la seguridad alimentaria; y hasta la paz.
No se trata, pues, ya de la advertencia de un iluminado de Greenpeace, como acostumbran decir individuos de la calaña de Donald Trump, para quienes no hay otra regla que la de producir al por mayor, de competir, aun a costa de alterar los ecosistemas y de destruir el tejido vivo de la Tierra. Son nada menos que un millón de especies animales y vegetales, de las ocho millones que existen en nuestro planeta, las que están en peligro de extinción en las próximas décadas.
Tres cuartas partes del medio terrestre y 66% del marino se han visto modificados de forma significativa por la acción humana. En 2015, un 33% de los recursos marinos se seguían explotando a niveles insostenibles. A la agricultura y la ganadería se destina un tercio de la superficie del planeta y un 75% del agua dulce y eso, por supuesto, tendrá consecuencias funestas. El cambio climático es ya un hecho innegable; la temperatura aumenta sin cesar con sus consiguientes secuelas (incendios, inundaciones, tornados, sequías, etc.); la contaminación de la tierra y de los mares amenaza seriamente nuestra salud (los cánceres de todo tipo se multiplican, afectando a individuos de toda edad y condición) y en los océanos existen ya unas 400 “zonas muertas”, que representan una superficie mayor que la del Reino Unido. Sólo la polución marina por plásticos se ha multiplicado por diez desde 1980, produciendo enormes estercoleros marinos
Existe, incluso entre personas cultas, la creencia de que este es el precio que hay que pagar por seguir manteniendo el ritmo de vida que lleva una parte, ínfima por supuesto, de los 7.600 millones de seres que habitamos hoy día la Tierra; pero no cabe duda de que estamos cavando nuestra propia tumba, permitiendo que la inconsciencia se adueñe de nuestra forma de vida.
¿Cuántas advertencias más harán falta para que los regidores de los destinos del mundo empiecen a tomar muy serias y muy urgentes medidas con el fin de recobrar una esperanza que año a año se desvanece? Revertir el curso de la historia es, sin embargo, trabajo de todos y requiere no sólo la implicación de los gobiernos, sino también la de todos y cada uno de los seres responsables que pueblan la Tierra. Ya no bastan las palabras; hay que pasar a la acción, antes de que el propio planeta, incapaz de regenerarse, reaccione como un animal herido y terminemos como los dinosaurios, víctimas de nuestra propia grandeur.
Juan Bravo Castillo, director de la publicación literaria Barcarola
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