Era martes y, como tenía por costumbre, había acudido a comer a casa de mi madre. Una vez que dimos buena cuenta del primer plato, unas lentejas de escándalo, ella me preguntó:
—¿Qué pasa que no me dices nada? ¿No te han gustado o qué?
—Bueno, no estaban mal.
Tras dejar pasar unos segundos, buscando provocar algo de suspense, continué mi respuesta.
—Que no, que es broma. Las lentejas estaban como siempre. ¡De categoría! Como a mí me gustan: más caldosas que menos, con su laurel, su choricito…
—Ya, como no dices nada…
—Tienes razón. Estaba un poco distraído con mis cosas. Nada importante.
—Bueno, si te han gustado, ya está bien…
En ese momento, decidí cambiar de tercio.
—Por cierto, mamá, hoy vas al taller, ¿no? ¿Cómo vas con tu Sorolla? ¿Qué tal te está quedando?
—Bueno, ahí estamos. Hasta que no se acaba el cuadro, nunca se sabe. Y una vez que se acaba, casi que tampoco. Cada uno tiene su criterio. Para gustos los colores. Nunca mejor dicho.
—Seguro que te está quedando de puta madre, como siempre. Ah, dales recuerdos a tus amigas de mí parte.
—Se los daré el jueves, que hoy quiero acercarme al Corte Inglés a comprar una cosa. ¿Tú sabes cómo ir en metro hasta allí? Hoy ando un poco cansada y no me apetece andar.
—Los del Corte Inglés estarán contentos contigo. Cualquier día te ponen una estatua, o te nombran clienta honorífica, o algo parecido. Si no es tu segunda casa, poco le falta.
—No me cuentes milongas. ¿Me dices como se va en metro o no?
—Tendré que mirarlo. Luego de comer, cogemos la tableta y te lo explico en un pis pas.
Dos entrecots con pimienta y dos manzanas asadas después, mientras saboreábamos nuestros cafés, retomamos la conversación.
—Mira, mamá, ¿lo ves? Primero coges la línea 5 hasta Ventas, y luego la línea 2 hasta Goya. Facilito, ¿no?
—Facilito, no: chupado.
—Por cierto, no sé por qué no pondrán los colores de las líneas de metro un poco más diferenciados, un poco más claritos. Si no me hubiese fijado bien, podría haber confundido la línea 5 con la 2…
—Lo que pasa es que tú no te ves bien. Ni tú ni ninguno de tus hermanos, como ya os he dicho mil veces. Las líneas se distinguen perfectamente.
—Bueno, ya salió aquello.
—Ni aquello ni aquella. ¿Tanto os cuesta reconocer que sois daltónicos?
Entonces empecé una interminable perorata pseudointelectual, con objeto de “reforzar mis posiciones”, que diría Alaska. Le conté que, según el Talmud, “el mundo no es como es, sino como somos”. Esto es, que el color de un objeto (una más de sus características) no existe de forma intrínseca, sino que, de alguna misteriosa manera, es proporcionado por el propio sujeto que lo contempla. Le conté que, según Wittgenstein, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” y que, por tanto los colores que alguien puede percibir son sólo aquellos que puede nombrar. Le conté que, según un reciente estudio, los miembros de la etnia Himba se enfrentan con grandes dificultades para distinguir el color azul, debido al simple hecho de que el mismo no está considerado un color independiente, sino una tonalidad más del color verde. Le conté, adentrándome un poco más por esta vía antropológica recién abierta, la conocida anécdota de que los esquimales disponen de infinidad de nombres para designar el color blanco, según sea el estado de la nieve: “blanco como la nieve cuando está cayendo”, “blanco como la nieve congelada”, “blanco como la nieve arrastrada por ráfagas de viento”, “blanco como la nieve mientras se derrite al sol”… Y, para finalizar, por si no había quedado meridianamente clara mi idea de que eso de los colores era algo más bien cultural, relativo y artificioso, rematé la jugada con un latinismo y le solté que, a fin de cuentas, el espectro cromático constituye un continuum y que, por tanto, los límites de demarcación entre los distintos colores no dejan de ser simples convenciones sociales.
Mientras duró mi monólogo, mi madre me había contemplado con cara de escepticismo. Terminado el mismo, le tocó el turno.
—Sólo por curiosidad, ¿por qué no pides cita con el oftalmólogo y te haces una prueba de daltonismo, a ver que sale?
—Bueno, si eso te hace más feliz, ningún problema. Si tú eres feliz, yo también soy feliz. ¿Qué te crees? ¿Que se trata de una cuestión genética? ¿Del gen de los Campoy? -dije con tono burlón-.
—Bueno, yo no sé si será una cuestión genética o no, que eso de Mendel y los guisantes lo tengo ya un poco olvidado. Lo que sé es que ninguno de los cuatro distinguís bien los colores. De todas maneras, sabes perfectamente que el gen de los Campoy no es ése. El gen de los Campoy es lo tozudos que sois. Mira que sois pesados…
—Tampoco soy tan pesado. Piensa que quizá todo sea una cuestión terminológica. Tú y yo podemos ver los mismos colores, pero cada uno llamarlos de un modo distinto. Los hombres no tenemos un vocabulario tan rico como las mujeres para referirnos a los colores. Nosotros no tenemos esos beiges, esos lilas, esos burdeos, esos verdes esmeraldas…
—Bueno, el próximo martes hablamos. No te olvides de traer las pruebas.
—Veremos quién tiene razón. En una semana salimos de dudas.
Pasada una semana exacta, volví a casa de mi madre. En esta ocasión, preparó plato único: chipirones en su tinta. Hablamos de todo un poco: cine, política, cotilleos… Estaba ya bastante avanzada la tarde cuando me espetó:
—No me has hablado de la prueba que me dijiste que te harías. ¿Qué pasa? ¿No te la has hecho?
Como le pasaba a la portera que interpretaba Chus Lampreave en no sé qué película de Almodóvar, yo tampoco puedo mentir (a pesar de no ser testigo de Jehová ni nada de eso), así que encaré el asunto lo mejor que pude.
—Así es.
—¿Y?
—Me hice el test de Farnswworth-Mundell.
—¿Y?
—Se trata de ordenar 100 pequeñas piezas según sus tonalidades de color.
—¿Y?
—Bueno, pues eso, que no superé la prueba. Según el oftalmólogo, con un 95% de posibilidades soy daltónico.
—O sea que eres daltónico…
—Bueno, no dijo eso. Dijo que lo era con un 95% de posibilidades. Lo que indica, si las matemáticas no fallan, que hay una probabilidad del 5% de que no lo sea.
—Mira que te cuesta reconocer las cosas. ¡El gen de los Campoy ataca de nuevo!
—No es eso. Una cosa es que algo sea poco probable y otra cosa es que sea imposible.
—Pues que sepas que yo también he estado mirando cosas con la tableta.
—¿Ah, sí? ¿Y qué has visto, si se puede saber?
—Me he enterado de la existencia del test de Ishihara. Está fenomenal. ¿No te lo quieres hacer? Lo tengo en favoritos.
—Veo que esto de internet no tiene secretos para ti.
El test de Ishihara consiste en distinguir letras o números formados por pequeños círculos del mismo color, rodeados de otros de color distinto, y dispuestos todos ellos de forma que integran círculos más grandes. Un daltónico no podrá, por ejemplo, ver una letra «R» formada por circulitos verdes sobre un fondo rojo, o un número “7” formado por circulitos rojos sobre un fondo verde.
No tuve más remedio que aceptar el desafío. No hará falta que diga que no superé la prueba. Acerté uno de siete. Afortunadamente una madre siempre es una madre y no quiso hacer sangre.
—Bueno, al final, creo que vas a ser daltónico y todo, ¿no, Juan?
—Sí, eso parece…
Juan Alberto Campoy Cervera, escritor y economista
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