Por Nidia Jáuregui
Se ajustó el casco, subió el pie y comenzó a pedalear. El viento besaba su rostro y en ocasiones escuchaba que le murmuraba algo; le narraba su último sueño. Pedaleó hasta llegar al malecón, observó a la gente caminar con sus familias, en parejas y también a los que andaban solos. Se detuvo un momento cerca del muelle. De pronto la tarde cambió los colores, los edificios hasta parecer la tarde de algunos años atrás. Cuando aprendió a pedalear.
Su abuelo la traía al malecón los domingos, cuando el carrito de las nieves sonaba la canción e invitaba a los niños a comer un helado mientras ellos se dedicaban a asustar a las palomas. Justo aún lado de la cabina telefónica su abuelo la empujó hasta dejarla andar por su cuenta. Desafortunadamente, los pies se le doblaron y no llegó al tercer basurero cuando el manubrio giró, con la espalda golpeó el suelo. Cada domingo dominaba una vuelta de manera distinta, avanzaba cada vez más lejos de su abuelo y lo veía parado al fondo del malecón mirándola sereno y sonriente.
Fue al andar sin manos cuando el abuelo comprendió que ella ya estaba lista. Después ella lo tuvo que traer a él para apreciar los atardeceres de los domingos mientras lo empujaba de cuando en cuando con la andadera. Era costumbre observar a las personas y traer un trozo de pan de la comida para alimentar a las blancas palomas antes de que cayera el sol.
Recargó la bicicleta en un árbol y caminó hasta la orilla del mueble. La última vez que había estado de pie a la orilla del pequeño muelle fue cuando su abuelo arrojó su anillo al mar y le dijo con los ojos fijos en las pequeñas olas que en lo más profundo del océano tal como en el corazón de los que han vivido se guardaban todos los recuerdos que trascendían esta vida, todo aquello que los mortales cuentan en años, pero jamás se olvida. Tomó una roca y la arrojó lo más lejos que pudo causando pequeñas ondas algunos metros delante.
No tardó en que sus ojos se llenaran de lágrimas y gritó hacia el ya anaranjado horizonte:
—¡Ojalá veas este atardecer abuelo! ¡Hoy se juntaron más nubes sobre la isla donde siempre decías que estaba lloviendo! -dijo sin poder contener el agua salada de sus ojos, y la añoranza de su franca presencia, sus historias, sus palabras.
Se quedó mirando el horizonte marítimo, sintiendo en cada vello la brisa y el último rayo del sol que iluminaba las olas azules del agua salada del mar. Caminó hasta su bicicleta, y pedaleó por el malecón hasta llegar a casa.
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