Reseña de La Panamericana
Santiago Elordi
Ed. Huerta Grande
Madrid, 2018
América aún no ha sido descubierta
La carretera panamericana discurre entre Alaska y la Patagonia chilena, y desde allí atraviesa ágilmente los Andes, cruza el cono sur hasta Buenos Aires, huye hacia el sur y se interna en la Tierra de Fuego. Es una de las obras de ingeniería más colosales emprendidas por la humanidad —puede que la mayor de todas—, y es al mismo tiempo una poderosa incitación a la visión interior, la voluntad de sentido y el riesgo vital americano. Aunque estas últimas frases, tan repolludas, habría que explicarlas más despacio y con menos retórica.
La Panamericana (2018) es una novela de Santiago Elordi que nos regresa a principios básicos de la literatura de viajes, que es casi lo mismo que decir la narrativa sapiencial, de construcción de la propia conciencia, resolución de la búsqueda y afirmación de la voluntad de ser. Un making the way de libro, con perdón por el juego de palabras; una Odisea con ecos beatniks y una reflexión sobre el sentido del conocimiento desde la certeza de que los más extraños a nosotros mismos somos nosotros mismos. Aquí, Elordi traza un platel humano paradigmático en su predisposición a las desesperadas encrucijadas, la alegre por vitalista, obsesiva indagación sobre el fondo intraducible de cada conciencia: el protagonista, Vicente Concha, un hombre atribulado por su “exceso de lucidez”, su necesidad de encontrarse con una hija recién descubierta entre los vacíos de su vida y la obligación de discernir el imperativo ético de sus decisiones en este largo camino hacia la claridad de un objeto familiar que, conjetura, resolverá el laberinto de su vida; Jerónimo, un aborigen cubano que enfrenta la vida con decisión “creativa”, algo pomposa y bastante estentórea, irreflexiva por su conclusión de que la “reflexión” en sentido convencional no sirve para nada a la hora de desentrañar el misterio de cada existencia; Max, una especie de dandi nihilista que resuelve todas sus dubitaciones vitales liándose a tiros con cuanto se le ponga por delante, una tormenta, las olas amenazantes de un mar adverso o la oscuridad de la noche en plena selva; y finalmente, Ivonne, el eterno femenino inevitable que otorga cordura y coherencia al vínculo viajero desde la fluctuancia de su naturaleza inestable, pródiga en afectos y desenvoltura sexual, autodestructiva y optimista, provocadora y tímida, humilde hasta discreta y también orgullosa de concitar el interés y el deseo de los hombres. El grupo humano, a bordo de un vehículo perfectamente acondicionado para el viaje azaroso —el Bugatti ya célebre de los tres, que con Vicente Concha de conductor son cuatro y con la gata de Ivonne son cinco—, recorrerá algunas sendas de iniciación antes de emprender el titánico recorrido de la panamericana; y a lo largo del viaje irán descubriendo casi todo sobre ellos y casi nada sobre la vida que los traspasa, los lleva y los trae, los determina y les regala el pálpito de sí mismos, la euforia, la derrota, la apetencia, la muerte y la nada y al final el recuerdo. La nostalgia, tal como estaba previsto. En este sentido, el epílogo resulta demoledor; un ubi sunt elegantísimo que, sinceramente, me ha emocionado.
Decía Huidobro que los cuatro puntos cardinales son tres: norte y sur. Santiago Elordi parece dispuesto a demostrar el axioma, y se muestra perfectamente capaz de hacerlo. Los pueblos de América son búsqueda de sí y afirmación del misterio, y tanto una cosa como la otra la llevan a cabo con perfecto conocimiento del terreno. América, de norte a sur, es un largo viaje en la historia y en pos de su realidad, lo que hubiere de consistencia fundamental en el proyecto de ser del continente. El problema surge cuando del bullicio de sus sociedades, de lo vitalista de sus maneras y expresiones, no surge la certeza de los individuos sino, una y otra vez, la interrogación de cada conciencia sobre el alcance y significado de su pertenecer a ese mundo exuberante, mestizo, a menudo caótico, esperanzado y desgarrado. Aunque —lo lamento—, había prometido menos retórica en el comentario de esta novela. Difícil resulta, muy difícil, no caer en la glosa expansiva cuando se comenta un texto tan “interior”, tan de aventura hacia uno mismo, como es La Panamericana. Yo creo que a estas alturas lo mejor que puedo hacer es recomendarles fervientemente su lectura y esperar que, tras esa otra aventura de lectores, como la que yo he vivido, comprendan mi entusiasmo.
Obra mayor.
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