Por Nidia Jáuregui Moreno
La lámpara del tocador iluminaba la habitación con tonos naranjas y rosados. El viento agitaba de tal forma las cortinas que si mirabas de reojo parecía que éstas se abrazaban. Cepillaba mi cabello cuando entró a la alcoba.
—Estamos a tiempo, vine a preguntarte si ya estabas lista. Se posó frente al espejo y al sonreír nuestras miradas se cruzaron.
—Sí, ya casi estoy lista. Solo me pongo el labial y los zapatos —dije levantándome de la silla para encontrarme con él en la cama—. ¿Te vas a dejar esa corbata? —pregunté conteniendo la risa. Su traje era gris y los zapatos iban a juego. Pero la corbata resaltaba café con figuras negras debajo de su cuello.
—Sí, me la dejaré. Me trae un buen recuerdo —dijo mirándome.
—¿Qué recuerdo? —pregunté recostándome a su lado.
—Un día antes de darte el anillo estaba en el centro comercial viendo unos trajes. Miraba unas camisas y me encontré con esta corbata. Imaginé que me la ponía para una cena contigo. En una noche tranquila solo con la prisa de llegar a la reservación. Es decir que la compré para esta noche —afirmó besándome los labios. El viento levantó las páginas de un libro y olvidándonos del tiempo nos acurrucamos sobre la cama. Me acomodé en su pecho y con mi mano acaricié su barba. Que nunca deje de latir este corazón, pensé.
—Cada vez que me dejabas en mi casa después de salir todo el día, me quedaba con un dolor en el pecho. Después entendí que así se siente cuando extrañas tanto a alguien —confesé besándole tiernamente cada dedo de su mano.
—Cuando hablas del pasado ciñes los ojos y se forma una línea pequeña en tu frente —dijo riendo—. Ahora que lo mencionas, cuando te dejaba en tu casa esperaba unos minutos antes de arrancar para ver cómo te asomabas por la ventana a mirar extrañamente las estrellas. ¿Porqué lo hacías? —preguntó jugando con un mechón de mi cabello.
—No sabía que me veías —dije sonrojada—. Miraba al cielo para dar gracias por haber vivido otro lindo día contigo. Sé que suena exagerado, pero después de tantas luchas y sinsabores no podía hacer más que agradecer a la vida, que en este caso era la luz de la luna y las estrellas, por haber coincidido contigo.
A lo lejos se escucharon perros ladrando, y algunos grillos en el jardín. El viento mecía las hojas de los árboles hasta adormecerlas.
—Amo esa arruga de tu frente cuando hablas del pasado y ese brillo en tus ojos cafés cuando descubres que sólo son recuerdos y es mejor el presente —dijo con los ojos llorosos—. Mi mayor miedo es dejar este planeta sin haberte demostrado que por amor se buscaron dioses y religiones. Algún sitio donde pudiera encontrarse la esperanza de encontrarte más allá de aquí. Terminó por besarme como si fuera un pedazo de hielo que estuviera derritiéndose.
Faltaban quince minutos para que fuera imposible llegar al restaurante a tiempo. Se acomodó la camisa, me puse los zapatos altos de color rosado. Cerramos las ventanas, y apagamos las luces de la casa a excepción de la lámpara del tocador, era la vigilante en nuestra ausencia.
Gracias, musité al cerrar la puerta principal y mirando como de costumbre a las cándidas y distantes estrellas.
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