Mitrídates

Revista Literaria Galeradas. Mitríades
Mitríades

Por Ernesto Bascopé Guzmán

Siempre tuve miedo de mi padre. De hecho, no puedo recordar un solo día en que no me invadiera un temor difuso y doloroso en su presencia. Pero no me malinterprete, mi amigo, nunca me golpeó ni abusó de mí, como sucede con tantos niños que salen en los periódicos, ¿no? Simplemente me moría de miedo en su presencia. Aunque miedo es una palabra muy suave. La verdad es que, cuando lo veía, me quedaba paralizado, cuidando cada palabra y gesto, como si estuviera delante de una fiera salvaje capaz de despedazarme por capricho.

En cierto sentido, ahora que se lo cuento, mi padre era efectivamente una fiera salvaje, algo así como un gorila. No, me equivoco, los gorilas poseen una forma rudimentaria de humanidad. Constituyen sociedades y se la pasan masticando hojas todo el día… Son como niños grandes y glotones. Una vez vi un reportaje sobre esos pobres bichos. Parece que los nativos los cazan para hacer adornos con sus manos o por puro aburrimiento, ¿o era para comer su carne? No importa, me desvío del tema, sabrá disculparme, mi amigo.

Mi padre era como un oso, en realidad. Sí, uno de esos osos antediluvianos que se paseaban por el mundo, solitarios y colosales, antes de que nuestros ancestros soñaran siquiera con salir de África. Y cuando los encontramos, seguro que habitaron las pesadillas humanas durante generaciones.

La memoria es una cosa extraña. Por más que intento recordar el rostro de mi primera novia, por ejemplo, la del colegio, no logro más que algunos destellos de color y quizás un rastro de ternura. Hoy, en cambio, basta el olor de esta cerveza que compartimos para que evoque de inmediato las cenas familiares.

Verá, mi padre llegaba casi siempre medio borracho. Había que esperarlo, sin importar la hora. Entonces, cuando llegaba, se sentaba en su lugar y comenzaba a devorar despacio la comida, sin decir nada. Y lo envolvía una pestilencia de cerveza y tabaco, justo como en este bar. No me sorprendería que hubiera tomado acá con sus amigos, es decir, si alguna vez tuvo amigos. Creo que era un tipo que prefería beber solo, así como usted.

Por favor, permítame, yo pago esta ronda. Lo invité yo a acompañarme, mi amigo. Pidamos otras dos cervezas más bien.

Le decía entonces que mi padre llegaba a casa y se ponía a comer, así, de inmediato, sin saludarnos, sin hablar. En ocasiones, cuando alguno de nosotros hacía un ruido con los cubiertos o al masticar, nos lanzaba una de sus miradas, breve pero suficiente como para helarnos el alma. Recuerdo bien sus ojos líquidos, vacíos de emoción, enrojecidos por el cigarrillo. Me tomó tiempo comprender que no era indiferencia hacia nosotros, sino un odio infinito… Como le decía, es extraña la memoria, ¿no?

Ahora, no me tome a mal lo que le voy a contar. Se lo digo porque siempre me lo toman a mal. En algún momento de mi adolescencia concebí la idea de matar a mi padre. Sí, como lo oye, no ponga esa cara de sorpresa. Quizás usted no, mi amigo, pero por experiencia le puedo decir que muchos hombres han acariciado ese proyecto en algún momento de sus vidas, más de lo que usted cree y quisiera creer.

Hubiera podido huir de la casa, como usted dice, es cierto. Estaba la familia, sin embargo. ¿Iba a dejarlos con mi padre? Además, no sabía hacer nada, aparte de leer libros y pasarme el día soñando. En esa época de mi vida no hubiera durado una semana fuera de casa.

Bueno, continúo. Antes de terminar el colegio ya había alcanzado la estatura de mi padre, pero no tenía la fuerza para vencerlo en una pelea, ni tampoco la técnica, evidentemente. Por suerte era lo bastante inteligente como para comprender que debía ser astuto.

Su muerte no podía levantar sospechas, por cierto. Sabía de sus amigos, todos tipos bien ubicados y con plata. Si empleaba alguna forma de violencia, la Policía no tardaría en aparecerse. Y ya los conoce… empezarían a golpear a todos y no tendría más remedio que confesarles la verdad, así sea para que no maten a patadas a mis hermanos o a mi madre. Era un chico despierto, ¿no le parece?

Hice lo más lógico y prudente. ¿Le conté que me gustaba leer? ¿Sí? Perdón, a veces me dejo llevar por estas historias y repito lo mismo sin parar.

Me gustaba mucho leer, sobre todo Historia de la Antigüedad Clásica y eso. Uno de mis personajes preferidos era el rey Mitrídates, gran guerrero que pudo resistir un par de décadas a la máquina de guerra romana. Sí, es bastante antiguo, hace más de veinte siglos… Ya veo, usted es de los que se aburren con datos y cifras históricas. Créame, esto es interesante. Este buen rey era conocido por su afición a los venenos, ¿me comprende? Decían que era bueno en el arte de envenenar a sus enemigos. No me mire así, mi amigo… por su cara ya debe adivinar lo que hice, ¿no es así?

Igual se lo cuento. Robé unos medicamentos a mi madre. Unos anticoagulantes. Hasta me acuerdo la forma de las pastillas y su olor… Durante una semana me ocupé de colocar el medicamento en la comida de mi padre. Fue la primera vez que dejé de sentir miedo a la fiera…

No se asuste, mi amigo. Recién nos conocemos y le debe parecer que hablo de más. No se asuste, le digo. Mi padre no murió. No en esa ocasión, en todo caso. Los medicamentos terminaron por provocarle un ligero ataque de apoplejía. Digo ligero porque no murió, pero la verdad es que el viejo quedó muy debilitado. Pasó en cama varios años, ya no pudo trabajar, ni salir ni beber.

Yo tuve que dejar el colegio y ponerme a trabajar. Se imaginará, mi amigo, que mi madre no sabía hacer nada y tenía que quedarse a cuidar lo que quedaba de mi padre. Mis hermanos eran muy chicos y merecían un futuro. Así que, ¡adiós a mis sueños de una carrera universitaria! Creo que hubiera sido bueno en Literatura o en Historia, ¿no le parece?

Ahora viene el final feliz, se lo prometo. No se vaya aún. El asunto es que con lo de mi padre me descubrí una vocación. El resultado fue malo al principio, pero siempre pensé que no hay que desanimarse con los fracasos.

Ahora cobro por ejercer este… oficio, si me permite la palabra. Hablando de eso, justamente su mujer y su hijo mayor me contrataron hace unos días. En nuestra primera cerveza, que tan amablemente aceptó, añadí un veneno que… No se preocupe, no hay riesgos de que se convierta en muerto en vida. Ya debe sentir un enorme cansancio y no puede hablar, ¿verdad? Pasará pronto.

Ahora, disculpe que lo deje. Debo ir a cobrar lo que me deben. Y quizás prefiera estar solo un momento, ya sabe, para reflexionar y recordar los buenos momentos. Me aseguraré de que su familia le organice un entierro decente. Y alégrese, mi amigo, su familia cenará en paz por primera vez en mucho tiempo.

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