Una receta con historia

Mi abuela nació en la isla de Arousa, en Galicia, España, a principios del siglo pasado. Por aquel entonces, el pueblito era una comunidad de pescadores que vivía de lo que le daba el mar. Algunos tenían mejilloneras; otros barcazas, había un puñado de almacenes y pequeños comercios que vendían de todo un poco, pero todos se alimentaban de pescado.

Las excepciones —comer carne y por lo general, de cerdo— eran para los más chicos y hasta cierta edad. Después, la variedad de menús pasaba por todos los frutos de mar imaginables: pulpos, calamares, caracoles, mejillones, cangrejos, erizos y pescado. Siempre había pescado.

Dolores —Lola como la llamaban sus familiares y Lala como la bautizaríamos nosotros muchos años después— supo cocinarlos desde que era una niña, por el solo hecho de ver a su madre y a su abuela, quienes estaban encargadas de la cocina, como la gran mayoría de las mujeres.

Los hombres —tipos rudos y brutos— eran los que se adentraban en el mar con sus barcazas y regresaban sólo cuando tenían suficiente mercadería como para abastecer a los suyos y a los pequeños comercios que se dedicaban a la actividad.

Después del trabajo era común que terminaran festejando la buena faena en las cantinas del pueblo, donde las borracheras se extendían durante horas. Hasta ese lugar solían ir a buscarlos las esposas e hijas porque después de tanta farra descontrolada, apenas se podían poner en pie. Al otro día la vida seguía como si nada. Los hombres a pescar; las mujeres a los fuegos y a las ollas para cocinar. Había que preparar el pescado.

Lala nunca anotó una receta, pese a que su cursado hasta tercer grado en la escuela le había permitido leer y escribir lo mínimo e indispensable. Tampoco tenía las proporciones exactas; todo era a ojo, por lo que un mismo plato no era igual a otro. Sin embargo, la empanada gallega mantuvo el mismo sabor de siempre. Tal vez porque los ingredientes no eran demasiados o los condimentos eran simples. Vaya uno a saber.

Picar una cebolla grande, un morrón rojo y dos dientes de ajo. Sofreír las verduras en un fondo de aceite de oliva hasta que estén transparentes. Reservar. Elegir algún pescado y cortarlo en trozos pequeños. Retirarle —en lo posible— todas las espinas.

Como la mayoría de los inmigrantes Lala llegó a la Argentina a principios del siglo pasado cuando era muy jovencita. En estas tierras lo conoció a Mario Mástice, un hombre un poco mayor que ella que había llegado de Italia en busca un futuro, como todos los europeos que habían dejado sus países de origen. Mario era un hombre culto, refinado e inteligente, amante de la buena gastronomía. Sabía cocinar muy bien, acaso porque el pueblo donde había nacido estaba en cercanías a la frontera con Francia, la república de la nouvelle cuisine y de los sabores delicados. Pero también conocía a la perfección la técnica de los mejores platos italianos.

Mario le enseñó todas las recetas posibles. Lala compartió con él los secretos de la preparación de los pescados y mariscos. Y, por supuesto, la empanada gallega.

Colocar nuevamente la sartén al fuego. Dorar los trozos de pescado. Incorporar las verduras que fueron salteadas con anterioridad. Verter un vaso de vino blanco. Dejar evaporar. Incorporar una lata de tomates (o rallar cuatro tomates frescos), un puñado de mejillones, dos o tres calamares limpios (en trozos). Salpimentar, condimentar con orégano, pimentón y dos hojas de laurel. Incorporar una cuchara de almidón de maíz diluido en agua fría hasta que espese. Cocinar unos minutos y apagar el fuego.

Mario y Lala vivieron unos años en Santa Cruz, en el corazón de la Patagonia argentina,  y luego en Punta Arenas, Chile, donde nació mi tío Aldo y mi mamá Julia. Durante ese tiempo, mi abuela perfeccionó sus técnicas de cocina y amplió su gran repertorio de recetas, aprovechando los conocimientos culinarios de su marido y la enorme variedad de productos que le ofrecía la tierra patagónica.

Los menús que preparaba diariamente para la familia ya no se centraban en los pescados y mariscos. Ahora había de todo para servir en la mesa: fideos, ravioles, lasagnas, guisos, asados, carnes, tartas, estofados y hasta una buena cantidad de postres que fue aprendiendo con el correr del tiempo. Por supuesto que una o dos veces por mes siempre se estaba presente la empanada gallega con esa receta grabada en su memoria y que había aprendido de sus antepasados.

Para la masa: hacer una corona con 500 gramos de harina tres ceros. Incorporar 100 gramos de manteca (puede ser grasa de cerdo), 25 gramos de levadura fresca, un huevo, dos cucharadas de aceite de oliva y una cucharada de sal. Incorporar agua tibia de a poco hasta que todos los ingredientes se vayan integrando. Comenzar a amasar hasta lograr un bollo liso y homogéneo. Reservar.

Después de vivir unos años en Punta Arenas, Mario, Lala y sus hijos, regresaron a Santa Cruz, aunque en este rincón  de la Patagonia no estarían por mucho tiempo. Una oportunidad laboral que le salió a mi abuelo cambiaría el destino de la familia.

La vacante para administrar un galpón de empaque en un pueblo que se llamaba «Centenario», a pocos kilómetros de la capital de Neuquén fue suficiente para armar las valijas y afrontar ese nuevo desafío, aunque el destino tenía otros planes para los cuatro integrantes de la familia. En pleno proceso de cambio, Mario murió de un infarto y Lala se quedó sola con sus hijos adolescentes.

Mario Raone, un vecino de Neuquén, les dio asilo en el garaje de su casa, hasta que los tres pudieran salir adelante. Con 13 años, Julia, mi mamá, comenzó a trabajar en la Biblioteca Alberdi. Aldo, mi tío, empezó a dar clases de dibujo aprovechando ese don natural que tenía con los lápices y los vastos conocimientos que había adquirido en su paso por escuelas salesianas de la Patagonia.

Lala hizo lo que pudo y como pudo. Acompañó a sus hijos en esa nueva cruzada, realizó changas que le dieran un sustento y, por supuesto, se dedicó a cocinar, lo único que sabía hacer.

Estirar la masa con un palote. Fonzar una tartera grande y colocar el relleno de la empanada gallega. Distribuirlo bien y de forma pareja. Colocar otra masa como tapa. Hacer un repulgue en los bordes para que quede todo bien sellado. Pintar con huevo. Precalentar el horno.

Fueron años difíciles, pero el pequeño grupo familiar logró superar todos los obstáculos. Mi mamá trabajó durante algunos años como empleada en New London, una tienda moderna que había abierto sus puertas en Neuquén y posteriormente ingresó al Poder Judicial de la provincia. Mi tío Aldo continuó con sus trabajos de dibujante y en forma paralela realizó el curso en el Aeroclub local, para convertirse en piloto de avión, algo con lo que siempre había soñado.

Lala —doña Lola como le decían los vecinos— se adaptó finalmente a ese pueblo que le había dado asilo. Comenzó a relacionarse con los lugareños y aprendió a querer esta nueva forma de vida, por más que el destino le hubiera quitado a Mario, ese gran hombre que ella tanto amaba y admiraba. Había quedado sola, pero a su manera era una mujer alegre y feliz, especialmente cuando estaba en la cocina, su refugio.

Con un tenedor pinchar la masa varias veces para que pueda salir el vapor. Colocar la empanada gallega en un horno medio durante aproximadamente 20 o 25 minutos. Dejarla hasta que tome un color dorado. Retirar y dejar que se entibie.

La vida siguió y en la década del 60, mi tío y mi mamá formaron sus respectivas familias. Aldo se convertiría en un personaje destacado de la historia de Neuquén, al crear el escudo de la provincia. También lograría ser uno de los pioneros de la aviación local. Julia seguiría la carrera judicial y se jubilaría como oficial de Justicia.

Lala se vino a vivir con mi familia. Para nosotros fue la abuela, pero también nuestra segunda mamá porque colaboró con nuestra crianza y nos acompañó hasta que murió a los 89 años.

Siempre tuvimos la imagen de ella trabajando incansablemente en la casa, barriendo la vereda, cantando canciones en un gallego inentendible y, por supuesto, cocinando una variedad increíble de platos ricos, con el mismo amor y la dedicación que cuando era una niña.

Desmoldar la empanada gallega en una fuente redonda. Cortar porciones generosas y servir. Saborear cada bocado y cerrar los ojos. Dejar que la imaginación vuele y traiga recuerdos.

Importante: cocinar no es otra cosa que un acto de amor y  cada receta de familia no sólo es un procedimiento para combinar alimentos sino que es además una forma de mantener viva nuestra tradición y nuestra historia.

Disfrutar la dulce tristeza que tiene la melancolía.

Pensar cuál será la próxima receta.

Mario Cippitelli, para la Revista Galeradas

Mario Cippitelli: Nació en la la ciudad de Neuquén, Patagonia argentina, el 16 de octubre de 1964.
Durante sus 30 años de carrera como periodista trabajó en radios y diarios de la región y colaboró con portales de noticias. También se desempeñó como corresponsal de Yahoo Latinoamérica, con historias vinculadas a la Patagonia Argentina.
En la actualidad se desempeña funciones en el diario La Mañana de Neuquén, colabora en diversas revistas con artículos relacionados a la cultura Neuquina.
Es autor del libro Cuentos con Historias, una recopilación de relatos basados en hechos y personajes de la provincia de Neuquén, que se presentó en las últimas Ferias del Libro de Neuquén y Cipolletti, en 2018.

1 comentario

  1. Mario he leído los relatos que publica con placer, son una delicia. Este de la empanada gallega me ha emocionado hasta las lágrimas. quiero seguir leyendo, es más, quiero tener el libro Cuentos con historias, preguntaré en las librerías de Neuquén o en la Biblioteca Alberdi donde soy socia. No he nacido en Neuquén, llegamos con mi marido hace casi cincuenta años, vimos crecer Neuquén y lo queremos como nuestro lugar.

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