En las vísperas del ocho de Marzo, tuve la ocasión de acudir a un encuentro literario entre Rosa Montero y Cristina Morales. Entre lo mucho que se comentó, recuerdo que a propósito de recurrente tema del personaje que toma las riendas de la historia desconcertando al propio autor, las ponentes catalogaban Ana Karenina como una novela feminista en contra de las supuestas intenciones iniciales del propio Tolstoi. En mi opinión, la obra no tiene nada de eso (aunque sé que es una opinión bastante extendida), pero la anécdota me sirve perfectamente para ilustrar este tema, el de los secuestros particulares de los libros influyentes.
El gran éxito es quizás una maldición para los autores con pretensiones. Efectivamente hay muchos que plasman sus alegorías y líricas de modo que tengan una interpretación oscura y subjetiva para no tener que rendir cuentas a nadie, pero la mayoría de quien se arroga en hacer literatura en serio tiene una intencionalidad clara y legítima. El problema es que cuando esa intencionalidad envuelta en hojas de papel impreso llega a seducir demasiadas almas, cualquier facción de este mundo multidimensional trata de relativizar su probable significado original para reinterpretarlo de manera interesada y poder posicionar esa obra con la que tantos se han podido identificar como parte del ideario de su propio frente. Así Ana, una cabrona con pintas que, de empoderada que estaba, aceptaba su rol de paria social al haber abandonado a su familia por un hijo de puta como el Conde Vronski, es hoy vista por muchos como un icono de la liberación de la mujer solo por formar parte de una de las obras cumbre de la literatura universal. Puestos a buscar estos referentes en Tolstoi sin preocuparnos mucho de la moralidad, quizás sería más adecuado elegir a Helena Kuragina, que entrampó al rico Pierre Bezujov en Guerra y Paz para conseguir un divorcio muy rentable y su propia independencia personal, además de ser una promotora implícita de lo que ahora han dado en llamar «derechos reproductivos».
Con todo, esto lleva sucediendo desde hace muchos siglos. ¿Qué colectivo no ha tomado como rehén a las andanzas y el idealismo de Don Quijote? ¿Quién no ha tratado de homologar su lucha a la crítica del sistema de Kafka? ¿Cuántas desinfecciones no se han hecho de la obra de Orwell para disimular las referencias a la URSS? ¿Cuántas supercherías o disparates no se han justificado retorciendo las ideas de Freud? ¿En qué librería o biblioteca anarquistas falta la Utopía de Santo Tomás Moro? Sí, esto increíblemente llega a salirse también del mundo de la ficción, empezando por los mismos evangelios, de los que muchos han dicho interpretar que Jesús de Nazaret fue el primer comunista de la historia. E incluso personajes históricos populares como Guy Fawkes, habiéndose convertido por obra y gracia de Alan Moore, en un artificioso símbolo de la resistencia antisistema.
Por otra parte, no es necesario poner en perspectiva histórica una obra para hacer que se desprenda de sus aspiraciones, sino que ocurre hoy, prácticamente en tiempo de distribución, aun a riesgo de no poder calibrar correctamente el éxito entre los lectores: ¿cuántas sobreinterpretaciones se realizan a diario de obras de intención sencilla o casi hueca por pertenecer a según qué pluma? Y lo que es peor, ¿cuántas subinterpretaciones por el mismo motivo?
¿Será que quizás no exista, en general, esa anhelada objetividad intelectual del lector versado, capaz de apreciar el arte incluso entre ideas que no comparte? ¿Tiene, en lugar de eso, que hacer una acomodación propia de los planteamientos que lee para poder empatizar con ellos?
Iván Cantero, escritor
Magnífico artículo. Muchas gracias Iván.