Por Alberto Martín-Aragón
AHORA el héroe de moda quiere tanques para ganar la guerra al malo de moda. Esto va a acabar muy mal. No hace falta ser un lince para llegar a esa conclusión. Pero a mí todo esto solo me provoca bostezos. Atravieso un periodo de hastío e indolencia. Mejor será matizar que este periodo de hastío e indolencia comenzó el día en que hice la Primera Comunión, o quizá el día después. Quién coño sabe. Vargas Llosa declaró en una entrevista hace cosa de un mes que el sexo le ayuda a sobrevivir. No son las palabras exactas del Nobel peruano, pero algo parecido dijo. A un tío como Vargas Llosa, y no es de extrañar, nunca le han faltado tías. Y ahora que lo ha dejado con la Preysler podrá vivir una vida erótica más variada y multirracial sin sentirse culpable. La mayoría no es Vargas Llosa, de manera que muchos se ven forzados a sobrevivir pajeándose mientras ven en Instagram vídeos de madres de familia meneando el culo.
He viajado algo en las últimas semanas. En Bilbao, hace una semana y media, sufrí una lírica cagalera después de zamparme un pincho de tortilla, pero disfruté recordando los días en que unas tías mías me invitaban a pasteles en la avenida Buenos Aires. Fue en aquellos días cuando un tío mío decidió tirarse por la ventana porque no aguantaba más. El mundo no contaba con él porque le consideraba un loco y mi tío pensó que ya estaba bien de suplicar al mundo alguna propina de simpatía. El hombre, que tenía el aspecto corpulento y campechano de un escultor rural, cayó frente a un hotel de lujo de la capital vizcaína y algunos turistas franceses se mearon en los pantalones. Han pasado más de 30 años desde entonces y todavía le echo de menos. Contaba unos chistes excelentes y en sus ojos nadaba una tristeza guasona y chulesca.
Viajar ya no me hace más sabio. En realidad ya no sé si alguno de los viajes que he hecho durante mi vida ha atenuado mi necedad. Creo que he escrito esto en otro sitio. Y no tengo duda de que volveré a escribirlo en el futuro. Quizá ya ando inmerso en un deterioro cognitivo irreversible. Pero creo que este deterioro ya empezó hace muchos años, pues parece que muy pocas de las industrias que he emprendido han llegado a buen puerto. Lo mismo da. El sol y las nubes me siguen pareciendo cosas interesantes. Y oler mis calzoncillos después de una dura jornada de dudas y ansiedades me sigue inundando de paz interior. Si una señora puede encontrar a Dios entre los pucheros, como le pasaba a Santa Teresa de Ávila, ¿por qué yo no voy a poder hallarle en el aroma de mis calzoncillos? Lo cierto es que en el aroma de mis calzoncillos percibo básicamente al diablo. Todo hay que decirlo. Y ahora debo formularme la pregunta que me formulo siempre al declinar la tarde: ¿Por qué ya no lloro cuando veo a Sylvester Stallone haciendo muecas de mártir yanqui? Quizá mi corazón se ha endurecido. Quizá soy un fantasma y no lo sé. Un fantasma, eso sí, que se pregunta cuánto más vino aguantará mi hígado.
Tengo frío y no soy Vargas Llosa, pero haré todo lo que pueda por seguir sobreviviendo y por seguir rascándome los pies, que es algo que me gusta cada vez más.
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