Sobre la nieve

La madera del tejado cruje con el peso de la nieve. Quizás debería salir, coger la escalera para quitarla, pero solo pensar en abrir la puerta con este frío hace que se me congele todo. Cojo agua de la olla que está al fuego en la chimenea y la echo en la jarra. Voy al lavabo para mezclarla con el agua fría y lavarme la cara.

Abro el grifo, pero apenas sale un hilillo de agua, deben estar medio congeladas las tuberías, aún así pruebo a girar un poco más la ruleta. Al principio se oye como un gorgoteo lejano y entonces sale agua con mucha presión, empapándome. Chillo, está muy fría, yo estoy en mi fina camiseta larga que acaba de mojarse por completo. Corro a la chimenea, me seco con la pequeña toalla e intento buscar algo de calor frente a las llamas.

Estar aquí apartada tenía sus beneficios, hasta que me he quedado atrapada sin más. Ahora me preocupa la cantidad de comida que tengo y que la nieve se vaya a tiempo para poder traer más suministros desde el pueblo. Cada vez que bajo al pueblo, intento parecer una turista, pasar desapercibida, no quiero que la gente llame a mi puerta, parece que pueden ver a través de mis ojos y me pongo nerviosa.

Después de vestirme y abrigarme bien, abro la puerta de la cabaña, busco la escalera, pero no la veo. Me doy cuenta de que la nieve ha debido cubrirla, escarbo en ella hasta que veo los peldaños de madera. La coloco contra el alero del tejado y la aseguro, no quiero caerme, aquí nadie me encontraría y mi final sería muy triste. Subo con una rama en la mano y empiezo a quitar la nieve, tardo bastante porque está bastante dura, esta noche ha helado.

Al terminar estoy congelada, así que bajo rápido para calentarme y tomarme una sopa, pero cuando estoy a punto de entrar veo unas pisadas en la nieve, más pequeñas que las mías que van hacía el interior. Entro con cautela, pero no parece que haya nadie. Me quito el abrigo, la bufanda y los guantes, me caliento frente al fuego y luego cojo una de las ollas pequeñas, salgo a por un poco de nieve, la pongo al fuego y me la tomo con la taza entre las manos. Aunque la chimenea está encendida el frío se filtra por cada rendija de esta vieja cabaña heredada de mi madre.

Estoy con el último sorbo de sopa y una voz me sobresalta:

—Hola mamá ¿pensabas que podías huir de mí? He acabado con papá y voy a acabar contigo también.

Me levanté de golpe y la vi. Allí estaba en medio de la sala, mi loca hija. Desde que era pequeña, sabíamos que algo no estaba bien, pero no quisimos internarla en ningún sitio, nos parecía demasiado cruel hacerle eso a nuestra propia hija. Su trastorno no era tan malo si se tomaba la medicación, pero creció y no nos dimos cuenta de que tiraba las pastillas. Disfrutaba al hacernos daño y vernos sufrir.

Asesinó a sangre fría a su padre y me obligó a mirar, me mató en vida; pero no podía permitir ver a mi hija en la cárcel. Así que huí, para que pareciese que yo había matado a mi marido. No esperaba que después de aquello, viniese a por mí, ya tenía veinticinco años y pensaba que la habían llevado a un lugar seguro, pero no debió ser así.

—Ay mamá, veo tantas preguntas en tus ojos… Al desaparecer, creíste que me quedaría allí a esperar, para que me llevasen a un manicomio. No mamá, yo siempre he querido ser libre, de las pastillas, de las miradas de la gente y de vosotros. No voy a desperdiciar esta oportunidad.

Al ver sus intenciones, agarré el atizador de la chimenea, pero ella era más rápida que yo y consiguió hacerme un corte en el brazo, bajé la guardia y el atizador cayó al suelo. Abrí la puerta y salí fuera, si conseguía bajar al pueblo quizás alguien me ayudase o la detuviese. Un viento frío me golpeo fuerte, tenía que ser rápida, porque sin abrigo no duraría demasiado tiempo aquí fuera. Seguí el sendero que se adivinaba entre los árboles, miré hacia atrás y la vi, aunque le llevaba bastante ventaja. Decidí no perder tiempo y concentrarme en caminar lo más deprisa que podía, pero mis pies se enterraban en la nieve.

Al pasar junto una rama baja, intento romperla para que haga de bastón y avanzar más rápido. No me doy cuenta de que ha sido un error hasta que la veo a mi lado:

 ¿A dónde crees que vas, mamá?

Me giro hacia ella y la miro, tiene esa sonrisa que tanto odio en la cara. Levanta el cuchillo y guiada por mi instinto, le agarro el brazo, forcejeamos un rato, hasta que ella pierde fuerza y se rinde. No creo que haya sido tan fácil, busco su cara, pero tiene la mirada perdida, busco el cuchillo y no lo veo; encuentro la empuñadura sobre su costado.

¡La he matado! A mi propia hija. Sollozo sobre su cuerpo, estaba enferma y en lugar de ayudarla, he acabado con ella. No puedo soportar ver su mirada perdida, así que cierro sus párpados con mi mano y le doy un beso de despedida en la frente. Me pongo en pie, miro su cuerpo tendido sobre la nieve, copos empiezan a caer y cubren su ropa, pronto estará tapada. Bajo por el sendero hasta el pueblo, me dirijo al puesto de Guardia Civil y hago lo que debí hacer mucho antes, me entrego.

Anna Hibernum, autora de A punto de caer

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