Por Noemí Marmor
Al margen de las teorías científicas que analizan los pros y contras de la visualización del terror, y los críticos literarios que encasillan a sus escritos como una forma de arte “inferior”, (Stephen King nos podría contar mucho a respecto) no se puede negar la fascinación a través de la historia de la humanidad hacia el mundo ficcionalizado del espanto.
¿Qué buscamos al mirar una película o leer un libro que promete sangre, seres horribles, conductas desviadas, y elementos perturbadores, generadores de desasosiego?
Si tenemos en cuenta nuestros miedos, que tienen raíces arcaicas, siendo la oscuridad y las criaturas aterradoras que la misma oculta, una constante, nos imaginamos a nuestros ancestros cavernícolas venciendo las tinieblas a través del fuego, que, a la vez los protegía de los depredadores, amenaza concreta.
Con el hombre moderno, estos peligros fueron reemplazados por otros, pero los simbolismos siguen presentes en nuestro inconsciente en forma firme y constante.
Libros clásicos, atemporales, impactan de la misma manera en el lector actual como en los contemporáneos a los escritores: Lovecraft, Poe, Stoker, Shelley…
En el cine, al ser un elemento muy visual, la forma de “asustar” discurre de otra manera, y va cambiando de acuerdo a modas, y tecnologías que se van sumando a la industria, sin dejar de lado los clichés, por todos conocidos, pero, que, de alguna forma, siguen funcionando.
Los marcos políticos dejaron su impronta en este género.
Cuando la amenaza del avance nuclear cobró un sentido perturbador en la población, el cine nos planteó la existencia de seres que mutaron al someterse a la radioactividad, presentando en la pantalla una gran variedad de insectos y animales afectados, que, con dimensiones descomunales, causaban devastación, a través de primitivos efectos especiales.
El clima de convivir con la realidad de posibles guerras, plantea la alternativa de mezclar la ciencia ficción con elementos terroríficos, construyendo invasiones extraterrestres, con seres de naturaleza maligna, buscando la destrucción de la humanidad.
El punto es que, al enfrentarnos a una obra de terror, estamos, de alguna manera, relegando todos los miedos, angustias y elementos a los que no podemos darle una definición, pero nos aterran de igual modo, a un plano de fantasía, abstrayéndolos de nuestra realidad cotidiana.
Al concluir el filme, o el libro que nos mantuvo en vilo con toda clase de atrocidades, estas quedan atrapadas en el mundo de la imaginación, bien delimitadas en un cerco que las apresa. Habiendo obtenido la dosis de adrenalina y demás secreciones endócrinas
que la ciencia asegura nos aportan estas temáticas, regresamos seguros, sanos y salvos a
nuestras cotidianas y ahora, un poco más seguras realidades: ubicamos nuestras fobias y “cucos” en el lugar correcto, al que solo volveremos por propio deseo.
Los fanáticos de estos “miedos de alquiler”, generalmente se decantan con algún subgénero en particular: el que se desenvuelve con elementos CI FI, zombis, vampiros, psicópatas, fantasmas, brujería, maldiciones, religión…
Hasta los niños, más propensos a asustarse, disfrutan de pequeñas dosis de sustos, con la recompensa de un final feliz, una moraleja orientada a la obediencia, y la certeza de que el mal es siempre castigado.
Pero los cuentos infantiles que hoy leemos a nuestros hijos, no son los originales: estos tenían una crueldad y dosis de brutalidad impensables para nuestros tiempos. Fueron adaptados, perdiendo en el camino sus elementos más siniestros. Aun así, no podemos negar el disfrute de los pequeños cuando vivencian un momento de miedo, a sabiendas que pronto será resuelto en forma satisfactoria: el momento “del mal” los emociona, y triunfo “del bien” los alivia y regocija en la misma medida con la que los divirtió el terror. De todos modos, es muy interesante analizar los simbolismos casi freudianos, sumamente perturbadores, latentes en los cuentos clásicos infantiles, sean o no de miedo, pues al asomarnos a sus significados, el temor aflora en forma inquietante.
Desde tiempos inmemoriales, humanos alrededor de una hoguera, degustaban el
agridulce sabor de un relato tenebroso, que dejaba en claro que el mundo que conocemos tiene pasadizos y planos a los que no conviene acceder.
Volviendo a la pregunta del comienzo, no sería desacertado, a mi entender, que adentrarnos en el mundo de la fantasía terrorífica, es una búsqueda de intentar manejar nuestras angustias personales, transgresiones solapadas a tabúes, y salidas “cómodas” del lugar de confort. Una especie de catarsis a través del arte, que, en este género en particular, con más o menos elementos agregados y variaciones, me atrevería a decir que es tan viejo como la humanidad misma.
En mi experiencia particular, tengo un doble disfrute de esta popular y controvertida temática, ya que me valgo de ella para expresarme como escritora.
¿Por qué terror? Tengo muy pocos “voluntarios” entre amigos y parientes de leer mi producción. Miradas de espanto e incredulidad para los que se asoman a mis mundos llenos de violencia, locura, atrocidades sobrenaturales…
No creo que uno elija la forma en que expulsa los monstruos que nos habitan a través del arte. De alguna manera, ellos encuentran la forma de salir a la superficie y liberarse.
He escrito muchos cuentos que se publicaron en distintas antologías, con perspectivas diferentes sobre temas clásicos como zombis (Orgullo Zombi 2020 y 2021), y tengo un personaje que lidia como intermediario ente este mundo y el de los espíritus: “Edgard, el coleccionista”, en la revista digital Rigor Mortis, sábado a sábado, pero, en general, mi narrativa da vueltas alrededor de la psicopatía humana: real, tangible, comprobable y desagradablemente cercana.
He mirado el tema desde distintos ángulos: en un plaquette publicado en México, por editorial Winged, trato de meterme en la “construcción” de un psicópata desde sus inicios, a través de “Sangre de tu sangre”.
En mi última novela, “La misión de Muriel”, con Ediciones Passer, si bien es una obra de suspenso, el terror se asoma de manera sorpresiva, hasta obscena, con una mirada hacia las conductas extremas que podemos llegar a tener con la impronta de presiones insostenibles y continuadas. Aquí el análisis se enfoca en varios personajes disfuncionales, y la mirada no está exenta de una cierta dosis de humor, un compañero que se lleva bastante bien con lo terrorífico.
Entonces, podemos decir que el terror es un cable a tierra en el arte, para exorcizar los demonios más oscuros de la vida cotidiana. Y como escritora, una forma de sonreírle a la misma muerte en su cara inmutable, que nos espera con la paciencia del jugador que tiene la carta ganadora…
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