Cuando leemos un texto es importante de que seamos capaces de detectar aquellos fallos ortográficos, gramaticales y semánticos que entorpecen y malhieren la comprensión lectora de los lectores que leen los textos. Porque muy difícil es de reconocerlos y más fácil es de aprehenderlos y de reproducirlos para terminar contagiando a la humanidad completa.
Hagamos una prueba, ¿cuántos errores pudo usted, señor lector, identificar en el fragmento anterior? Si notó al menos dos, es usted una persona lingüísticamente saludable, pero si asegura que es un texto impecable… malas noticias, usted ha contraído una grave enfermedad.
Las enfermedades del lenguaje abundan en las calles, afectan primero a las meninges, se hospedan en las cuerdas vocales y se manifiestan a través de la lengua de cada uno de los hablantes. Calles inundadas de ambigüedad —«Se venden zapatos de piel de niño», reza el anuncio de una tienda—, dequeísmo, queísmo y redundancia —«Se pintan casas a domicilio», en otra— que, a falta de lectura y exceso de banalidad televisiva y cultural, se expande con prisa devorando las ya vulnerables construcciones lingüísticas que hábilmente se han ido desarrollando en nuestro lóbulo parietal para recrear nuestra realidad a través del lenguaje hablado y escrito; realidad que deja de ser tal cuando se presta para confusiones y malos entendidos. Una cosa es pensarlo; otra, decirlo. No es igual vender un «reloj sumergible de mujer» que vender «un reloj de mujer sumergible». No es igual pensar «que algo está mal» que pensar «de que algo está mal». No es igual alegrarse «de que alguien se vaya», que alegrarse «que alguien se vaya».
La pobreza lingüística es una pandemia que se extiende de forma voraz a través del anónimo virus del hablante colectivo, del poco ejercitado lector, del bajo nivel de escolarización —o no— de quienes dominan las redes sociales y los medios de comunicación: creadores de memes, pseudopoetas y escritores, comentaristas de Instagram, Facebook y, por qué no decirlo, periodistas y animadores de televisión. Es tan tremenda la propagación del virus que muchos medios escritos —importantes, muy importantes— se han infectado de él, evidenciando en sus páginas los primeros síntomas de la enfermedad: «Amaral pide que el estadio sea una hoya a presión», publicó un medio español hace algunos años, o «Fallece por segundo día consecutivo una mujer de 103 años». En el primer caso clínico, los médicos especialistas dirían que Amaral quiere enterrar vivos a todos sus fanáticos en el estadio —un terrible genocidio—; en el segundo, no nos queda más que sentir pena por esos familiares que vieron morir dos veces a esa pobre mujer. Por no hablar de las ofensivas palabras de un chico-reality cuando dijo que la perra de su madre era muy dócil; no olvidemos tampoco el abuso de los neologismos: «tómese un topping», «vamos al coffe break» o «croquetas takeaway».
Ya que estamos de elecciones, mi propuesta es firme y pasa necesariamente por la creación de una Dirección General de Ortografía y Gramática, donde colocar a algún pariente inútil de algún otro inútil que ocupe un escaño relevante. Según la falta cometida, al insurrecto se le debiera prohibir, por ejemplo, utilizar palabras que lleven las vocales «a» o «i» los días jueves y sábado, las palabras que lleven «s» o «u» los días lunes y que tenga estrictamente prohibido el uso de oraciones cuyo sujeto esté implícito durante, al menos, dos meses consecutivos. La acumulación de cuatro condenas equivaldría a la amputación de la lengua —y no me refiero al órgano muscular—. Lo más probable es que nadie, ni siquiera el director de la institución, sepa de qué diablos va la condena, pero al menos sería una manera de obligar a que se informasen para no cometer un delito que los pueda dejar sin habla.
¡Qué vergüenza para la familia! Médicos forenses informando que la causa de la enfermedad no era más que la falta de interés.
Alejandra Toloza Salech – Promotora literaria
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