Luis Folgado de Torres DIVULGAR VERSUS VULGARIZAR

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Internet está muy bien para seguir una ruta virtual sobre la que irnos desplazando de un sitio a otro, también para consultar periódicos, enviar mensajes, lucir nuestro cuerpo florido en las redes sociales o comprar cualquier cosa; un invento sin el que no sabríamos vivir aunque muchos lo hayamos hecho perfectamente sin esta tecnología a lo largo de muchos años.

Por el contrario, para lo que no está indicada la red de redes es para difundir cultura, al menos no en numerosos casos. Tampoco para consultar nuestra sintomatología antes de acudir a un perplejo galeno ya diagnosticados (ya se quejan de esto los pobres míos).

Las numerosas noticias falsas, los bulos, los falsos testimonios, las calumnias y las injurias infectan los terabytes y contagian a un público muchas veces iluso, fácil de contaminar. Sedientos de sangre, muchos de nosotros acudimos en busca del escarnio de tal o cual personaje público y no tan público, en un medio donde las noticias veraces y relevantes de los medios de siempre se confunden con torticeros embustes interesados.

La raíz «vulgo» en castellano posee dos acepciones importantes: «divulgar» y «vulgarizar». La primera se refiere al hecho de «publicar, extender, poner al alcance del público algo», mientras que la segunda sería «hacer vulgar o común algo». Aunque parezca solo una cuestión de matices, las diferencias a mi juicio son contundentes: divulgar es un acto soberbio de generosidad cultural y lo segundo una acción chabacana capaz de deformar una obra de arte o un texto fabuloso para degradarlo de su condición.

Por si no se me entiende con claridad pondré un ejemplo reciente de la enorme diferencia entre un término y el otro: Hace solo algunos días, el Exmo. Ayuntamiento de Madrid ha sacado a la calle unas extravagantes meninas de plástico. Proliferan por el Paseo de La Castellana, animan las esquinas de la Plaza de Colón y nos saludan al entrar en la Biblioteca Nacional. Se trata de unas figuras del tamaño de una persona —para quienes no hayan tenido oportunidad de verlas— con dibujos y/o inscripciones en sus ahuecadas faldas (una, incluso, lleva tatuada la cara del maravilloso David Bowie).

También podemos, por supuesto que sí, visitar a Las Meninas en el Museo del Prado, no muy lejos de allí, solo que en esta ocasión estarán dentro de un cuadro de Velázquez en lugar de sueltas por las calles de Madrid. Percibir el aire de este imponente lienzo resulta embriagador, capaz de provocar en los más sensibles el fabuloso síndrome de Stendhal, que se caracteriza por una somatización extrema al contemplar una obra de arte. Yo mismo he podido ver a más de un japonés sufrir un jamacuco de padre y muy señor mío tras su contemplación.

A lo que voy: colocar muñecas de plástico que simulan a Las Meninas en las calles es vulgarizar la genial obra de Velázquez degradándola hasta el insulto. Todo ello mientras que se relega a un segundo plano la magnífica labor divulgativa del Museo del Prado, al que cualquier persona puede acudir en busca de su síndrome de Stendhal personalizado.

Solo una sugerencia para terminar: si en lugar de gastar el dinero en idioteces como la colocación de estas muñecas de plástico malo al raso, lo invirtieran en dotar de alumbrado la fachada del Museo del Prado —resulta alucinante que aún no lo tenga— estarían contribuyendo a divulgar la cultura y dejarían, al fin, de vulgarizar obras de arte tan egregias.

Luis Folgado de Torres es editor y escritor

 

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