Los espero.
No soy la única. Felipe ha estado muy alborotado los últimos días. Adora las invasiones, el muy
maldito. Son su oportunidad de brillar. Pasó toda la mañana puliendo sus tácticas, ensayando las
ofensivas y contraofensivas.
Elvira es indiferente a los invasores. Es la única de la familia que reacciona con apatía. Cuando
llegan los invasores, prosigue su rutina habitual sin moverse un ápice. Le tengo envidia. Yo no
puedo hacer eso. No puedo fingir que los invasores no están aquí, que no intentan instalar una
cabeza de playa en nuestro hogar. No es un hogar maravilloso que digamos, pero es un hogar a fin
de cuentas.
Amaia es la que más sufre en cada invasión. Es comprensible, es muy pequeña. Tiene apenas siete
años. Cuando comienza el pandemonio, corre escaleras arriba, lágrimas en los ojos, y busca un
escondite donde pasar la batalla inadvertida. No deja que nadie la vea, pero sé que cierra los ojos y
se cubre los oídos para no escuchar la carnicería. Hace bien, la pobrecita ya está muy traumatizada.
No necesita añadir más dolor a su memoria. Los demás toleran su inactividad porque entre Felipe y
yo tenemos suficientes armas para derrotar a los invasores.
Esta es ya la… ¿Cuarta? ¿Quinta invasión? He perdido la cuenta. Todas las rechazamos
exitosamente, pero los invasores se vuelven más astutos con cada intento. Primero recurrían a trucos
baratos, nacidos de sus creencias supersticiosas. Sortilegios, cosas de ese estilo. En las últimas dos
incursiones aplicaron tecnología avanzada. Me pregunto con qué vendrán en esta ocasión. Son tan
rastreros…
Me he instalado en el comedor. Desde ahí, a través de las rendijas de las ventanas tapiadas, puedo
espiar el jardín delantero-un montón de malezas excrecidas-y adelantarme a la llegada de cualquier
vehículo. Al principio los invasores venían a pie, ahora se han modernizado. De soslayo veo a
Felipe en la cocina, ejercitando su truco favorito. Resoplo y aguardo. No tengo un repertorio prearmado, me gusta improvisar. Además, creo firmemente que hay que adaptarse a las características
de cada invasor. En la segunda invasión, por ejemplo, temían el agua, así que, escurridiza, abrí todas
las canillas de la casa. En la tercera, los invasores se asustaron con unos muñecos de género que tejí
en el desván, mientras estaban distraídos con los destrozos de Felipe en la planta baja.
—¿Los ves? —me pregunta desde la cocina.
—No hay moros en la costa —replico.
Está más frustrado que alegre por la respuesta.
Es un día soleado, sin nubes, caluroso. No por nada estamos en medio del verano. Una curiosa
fecha para una invasión. Pero no hay lugar a dudas. Los escuchamos hablar en la puerta de entrada,
hace unos días, ultimando sus planes.
Elvira está leyendo una novela, cómodamente instalado en un sillón de la sala de estar. Ha leído ese
libro un centenar de veces, cuando menos. No sé cómo no se harta de él y lo arroja por la ventana.
—Llegarán cuando tengan que llegar —dice sin apartar la mirada de la página.
—Voy a seguir vigilando, muchas gracias —contesto irritada.
—¿Tía Silvia?
Esa vocecita tímida y ligeramente temblorosa no puedo confundirla. Me doy vuelta y veo que
Amaia está a mi lado, sosteniendo su oso favorito y con ojos vidriosos.
—¿No podemos hablar con los invasores? ¿Pedirles que se vayan?
Le doy un abrazo —lo necesita— y sacudo la cabeza con tristeza.
—No se puede, preciosa. Los invasores no hablan nuestro idioma. Tenemos que repelerlos.
—¡Así es! —exclama Felipe— ¡Está en nuestras manos! ¡Ya verás como los echamos a patadas!
La palmeo en la espalda y le susurro:
—¿Por qué no vas a jugar arriba? ¡En un rato te acompaño!
Su rostro se ilumina de inmediato.
—¿Fiesta del té?
Asiento con la cabeza, una sonrisa en mis labios.
—No deberías mentirle —dice Elvira después de que la niña se marcha— Tiene derecho a conocer la
verdad.
No me digno a responder semejante estupidez. Además, otro suceso ocupa mi atención: el ruido de
llantas de automóvil en la grava.
—¡Llegaron!
Felipe casi salta de alegría, Elvira resopla de mala gana, yo observo. Un enorme camión y un auto
particular se han detenido en la entrada. Sí, el clásico ataque.
Descienden tres invasores del auto y dos del camión y enfilan hacia la entrada. Escucho que
introducen la llave en la puerta.
Esta se abre y comienza la invasión.
—Esas cajas son frágiles. Llévenlas con cuidado —indica el que es claramente el jefe a los dos
invasores del camión—. Úrsula…
—No he olvidado los documentos, tranquilo —contesta la que debe ser su mujer.
—Papá, ¿Puedo ir a ver arriba?—exclama excitado el más pequeño de los invasores, un niño de
cabello castaño de unos doce años.
El padre le da permiso y la figura del niño se pierde escaleras arriba.
—¿Está seguro de esto? —inquiere uno de los invasores mientras meten un sillón horrible por la
puerta— ¿Escuchó las historias de esta casa?
—Sí, nos las contaron —responde el jefe de los invasores con una nota de fastidio—. No creo en
esas tonterías de los fantasmas. Puras patrañas.
—Como quieran…
Conque son de esos. Los invasores escépticos. Bueno, da igual. Ya les mostraremos. Felipe y yo. De
Elvira no puedo esperar nada, y sería injusto pedirle a Amaia que participe. Se mudarán, e
intentarán ocupar nuestra casa. Pero les mostraremos que no pueden. Esta es nuestra casa, y
viviremos en ella por los siglos de los siglos. ¡Al diablo con los invasores! Por las noches, Felipe
arrojará los platos de las alacenas y se harán añicos en el suelo. Yo voy a abrir y cerrar las puertas
con chirridos que les helarán la sangre. Susurraré en sus oídos mientras duermen. Desconectaré el
refrigerador y toda su comida se echará a perder. Mal por ellos, no la necesitamos. Verán los dibujos
de Amaia en las paredes y cuando los borren con detergente, aparecerán otros nuevos la mañana
siguiente. Tropezarán con los libros desperdigados de Elvira.
Les haremos la vida imposible, hasta que no tengan otra opción más que irse o enloquecer. Esta es
nuestra casa y la defenderemos.
—La televisión va en la sala de estar. Las cajas con una etiqueta azul son de ropa. Cuando suban el
escritorio, cuidado con las paredes…
Ningún invasor va a derrotarnos.
Por Martín Iguaran, autor de El Castillo de San Severino
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