El profanador

Escritura

El Profanador

     En una antigua ciudad de una península olvidada, de noches oscuras corría un fantasma, entre las sombras se ocultaba por las calles desperdiciando la luz  intermitente de las lámparas de querosene. El campo santo tenía senderos que solo él conocía. En el día como un doliente más, asistía a las exequias y  ceremonias de muertos, detallaba sus atavíos, no discriminaba si eran hombres, mujeres, niños, ancianos, políticos, militares, curas ni doctores.

    Armado de una oxidada picota, un afilado puñal y una pobre pala. Alumbrado por segundos por el reflejo del faro del puerto, desnudaba y desmembraba cuerpos. De vez en cuando era minero de calaveras buscando oro en sus bocas con gusanos en organismos putrefactos y malolientes.

    Sus clientes eran connotados sabios, médicos y hasta sastres poco honrados. Incluso un músico compro una tibia para confeccionar una flauta.

    Por la ventana de su pocilga entraba el aire, el olor a salitre y la lujuria, la brisa movía con suavidad la sucia cortina, cómplice del desbaratado camastro, sin ninguna baratija exótica en su cabellera.

    No permitió de su mujer explicación alguna, ni una palabra, del amante jamás se supo nada, ella recibió una sola y certera puñalada con la navaja sucia de su trabajo.

     Asesino a su esposa y busco un lugar para ocultarla, por todo el cementerio erró con una antorcha de las que alumbran a los iniciados, profanó sobre tumbas cóncavas o convexas. Sus quejidos trágicos espantaban sirenas y sus pocos cabellos se enredan en negras algas rompiendo corales.

     En el huerto del señor le esperan huestes enteras de larvas putrefactas, hervidero de gusanos. Con su boca abierta, la mirada de la que hasta ayer fue su amada, tiene ahora, un atisbo burlesco, sus ojos abiertos parecían contemplar a un bufón sin reyes. En sus manos quedaron mechones, fragmentos de piel enredados entre sus dedos crispados.

    Ahora, es el quien huye por encima de cruces profanadas, sin derrotero en su sanguinaria fuga, los búhos se alarman en la noche despiadada y casi nostálgica. La vieja iglesia deja oír sus campanas hablando antiguos idiomas olvidados. No podrá huir de los jueces, de los muertos ni de los dioses de las tinieblas.

    El poeta es un sabio que lo descubrió todo, sabe quién es la víctima que flota a la deriva entre las olas y conoce al asesino en ciernes, ha visto en su rostro una calavera negra.

    Un cetáceo surgido del inframundo busca el cadáver en el encrespado mar para desaparecerlo en sus entrañas y mira por la playa escudriñando al asesino, peregrino arrepentido que ahora escruta su fosa. El poeta lo escucha rezar y disuade a su Dios del perdón, aves negras majestuosas revolotean sobre el lugar. Un hombre con barba y una mariposa negra lo esperan pacientemente.

    El juglar anudo por las piernas al hombre a plateados saurios que lo arrastraron por el lugar, llevaba en una mano la pala y en la otra la picota, dejando un extraño rastro en el suelo al ser tirado, el puñal desgarraba sus entrañas que saltaban en pedazos por  toda la necrópolis. Un reguero de dolor, maldiciones, lágrimas, pesadillas y gemidos se sentía en la bruma de la noche, ahora era la carne de su cadáver la que se esparcía por todas partes.

    Sola deambuló por unos días la hermosa y avergonzada  hija del profanador recogiendo las flores inanimadas de fuego en el cementerio, seguro fue la diosa de las muertes iracundas antes que la hiciera mi mujer y escribí para su madre los poemas más sombríos.

    En la playa, el poeta y la hija del profanador miran a su niño jugueteando con la pala y la picota en la arena. Las olas lo tocan suavemente como un leve sueño.

   Autor: Moisés Arrocha González

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