La muerte es cosa de vivos

Revista literaria Galeradas. La muerte es cosa de vivos

Revista literaria Galeradas. La muerte es cosa de vivosPor Leonardo J. Espinal

            Las convalecientes luces de la habitación hospitalaria parpadeaban al son de la siempre presente estática proveniente del antiguo televisor de tubo, el cual solamente mostraba los taciturnos canales noticieros en lo que sus monótonas voces se fusionaban con la pesadilla que definía la realidad del señor Hernández. Él ya se había quejado al respecto en numerosas ocasiones, pero sus lamentos eran acogidos por oídos sordos y apáticos ante la desgracia ajena. Por consiguiente, el dolor de cabeza que estos infortunios le causaban había estado agobiando su existencia por tanto tiempo que ya hasta había hecho las paces con esa constante tortura. Algo que no siempre fue cierto, pues antes el dolor se apaciguaba durante los segundos en los que alguien abría la chirriante puerta del cuarto, esperanzado con la idea de llegar a tener una catártica visita familiar que sosegara sus ánimos. Para su desgracia, ni su ex esposa ni sus hijos se dignaban de siquiera preguntar por él, dejándolo a merced de las visitas por parte de los igualmente infelices empleados del hospital. Y estos solamente entraban para cambiar sus tanques de oxígeno o para hundirlo aún más —aunque tal barbaridad pareciera inverosímil— con la descolorida comida del día; siempre consistiendo de vegetales excesivamente hervidos acompañados por carne sin condimentos y de procedencia dudosa.

            Naturalmente, después de un indefinido lapso de tiempo tan aberrante como torturador en el que el día y la noche convergieron para crear una realidad kafkiana, la cual arrastró al señor Hernández por el infierno en carne y hueso, esa endeble esperanza que inmola la vida humana se marchitó tal delicada rosa en medio de una implacable tundra. Tal fue la profunda melancolía que impregnó cada una de sus alzadas y posadas del sol que ni siquiera se inmutó cuando un ser mítico con alas gigantescas apareció justo al lado de su cama, viéndolo con un par de ojos imponentes que contaban cada respiro restante en sus moribundos pulmones.

            —¿Has hecho las paces con lo inevitable? —le pregunté con una voz que llega hasta los rincones más tímidos y desolados de las almas que ya no sufren ni prosperan. Entretanto, el cegador reflejo de mi guadaña se veía plasmado en la superficie de los perdidos ojos del señor encadenado a la cama del hospital, a medida que las luces empezaban a parpadear por milésima vez, tanto revelando como escondiendo mi fantasmagórica presencia en el umbrío que lentamente consumía la habitación.

            —La muerte está reservada para los vivos…y yo ya perdí la cuenta de los días en los que esta tirana vida me abandonó —respondió con un estoicismos inexorable en lo que su mirada era consumida por la estática del televisor.

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