El confinamiento le producía amargura, ansiedad. Y eso que todavía no había hecho sino empezar. Contar uno a uno los días y los silencios que aumentaban, a medida que disminuía su capacidad de inventar cómo pasar el tiempo.
Sola, en aquella habitación, aislada de país, familia y un buen colchón. Porque no lo era ni en el que se acostaba, lleno de muelles y de manchas; ni el de su cuenta bancaria. Porque para eso había cruzado el Atlántico, para trabajar a destajo y sacar adelante a su madre y a sus tres hijos, que había dejado atrás.
Cómo habían cambiado las cosas. Cómo podía dar vueltas el mundo. Girar tan aprisa, volverse boca abajo.
Por no tener, no tenía ni a dónde mirar.
Un ventanuco reducido con vistas a un patio oscuro y mugriento. En el que nunca se veía el sol; ese que tantas veces obvió. Una mesilla encurtida por el tiempo y arañada por los malos tratos. Con un flexo de IKEA, negro como sus pensamientos y sus expectativas. Su ropa, en un armario ropero que por cutre carecía puertas, aunque por otro lado, era lo único que le otorgaba color y calor a la estancia.
Y una mesa y una silla para sentarse y desesperarse.
Nunca pensó, ni siquiera imaginó, que de todo lo que tenía y de lo que carecía, lo que más valía; era su libertad.
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