Georges Simenon y Francisco de Goya

revistas literarias españolas. george simenon

Isaak Babel fue un judío ruso, escritor, revolucionario de los años veinte. Por todo ello resultó paternalmente ejecutado en 1940. Su mejor obra es una colección de cuentos que en español han dado en llamarse “Caballería roja”. Son de cuando la guerra ruso-polaca de 1920-21, y como toda buena literatura, a lo Homero, Cervantes, Zola, Eça de Queirós, Galdós, Baroja, etc., resumen un mundo y una época con más perspicacia que muchos tochos de historia al respecto. Y por supuesto son mucho más divertidos. Pero el padrecito Stalin, dentro de su conocida filantropía y amor a la cultura, quizá pensó que Isaac Babel ya había escrito lo suficiente como para entrar en la inmortalidad literaria, y decidió -por espionaje y terrorismo, faltaría más-, no darle más oportunidades, eliminarlo. Acertó el tierno gobernante. No se le podía quitar ya una sola letra a aquellos magníficos cuentos.

Babel abre este artículo porque hay un pensamiento suyo que considero clave cuando se trata de la escritura, y porque un solo hombre, o un solo mensaje de un solo hombre puede llenar toda una biografía. “Un solo pensamiento puede llenar el mundo”, se me adelantó san Juan de la Cruz en la idea. Este es caso.

Admito que mi estilo literario cambió cuando asumí un pensamiento de Babel leído en su día: “La novela no está bien cuando no se le puede añadir más, sino cuando no se le puede quitar más” Cuánto me han perseguido esas palabras, y temo me van a perseguir mientras mis dedos tengan fuerzas para seguir tecleando…

Pues bien, un autor que quizá no leyera a Babel pero le sigue al pie de la letra fue Georges Simenon. Y en el plano pictórico, si me permiten la comparación, otro que tal bailaba fue Francisco de Goya. Ese sí que no llegó a leerlo, desde luego.

Ambos artistas, Simenon y Goya, son dos genios muy caros a mi corazón, por similares razones, en el fondo. Los dos supieron quintaesenciar sus trabajos hasta despojarlos de manera asombrosa, insultante casi, de todo lo que no resultaba por completo preciso. La desnudez del arte.

Cójanse por ejemplo a Simenon, no ya en las novelas de Maigret, sino en las de la vida cotidiana, tan numerosas como las del comisario, e igual o mejores en calidad. No sobra una puñetera palabra. Les podíamos poner más, enriquecerlas más, adornarlas más, pero no quitarles más. No sé si también saben por cierto que Onetti, el fabuloso narrador de jaez muy distinto a Simenon, pasó los últimos años de su vida en su pisito de Madrid, tumbado en la cama, de espaldas a la ventana, dándole primero al whisky y finalmente al tinto con gaseosa, leyendo y releyendo exclusivamente a Georges Simenon… Lo entiendo, no saben cómo, por más que antes Onetti admirara también a Valle Inclán y a Baroja. Tan distintos y tan buenos, confesaba el dipsómano y maravilloso escritor.

Leerse críticamente a Simenon es un ejercicio minimalista pasmoso. En dos líneas construye una atmósfera, en una un paisaje, y en tras adjetivos clava a una persona. Pasa de una escena a otra sin avisar al lector pero con la demoniaca habilidad de que uno no echa de menos explicación accesoria para notar el cambio, ni siente que se le haya privado de información. Asombroso, de verdad. Esa puñetera simplicidad tan agradable de leer y tan tremendamente difícil de conseguir.

Lo de Goya viene a cuento por similares razones. Por supuesto que es uno de mis pintores preferidos. Pero diré lo que me gusta hacer frente a cualquiera de sus cuadros, por fortuna tan abundantes en España: lo primero es verlo de lejos, admirarlo a pulso. Después, aproximarme hasta donde las alarmas o el vigilante me permiten, y catar que lo que yo veía como ojos, mano, pierna, árbol, son dos o tres rayajos o manchones que una vez tan cerca no dicen absolutamente nada. Que se precisa la perspectiva para embutirlos en el conjunto y crear esa obra genial. Pero que no se les puede quitar un milímetro de color ni trocarlos por otro tono. Luego uno vuelve a tomar distancia y ojos, mano, pierna, árbol recuperan por ensalmo el conjunto, la belleza. Goya, precursor de los impresionistas, hace como Simenon, como decía Babel. No se le puede ya quitar más, y es quizá por eso, pienso, por lo que la obra literaria y la obra pictórica de ambos genios puede llegar a subyugar: porque consiguen plasmar la esencia última e indispensable del mensaje que luego nuestra imaginación y nuestro bagaje estético interpretan y rellenan a su modo, lo que acaba convirtiéndose en una operación de comunicación y disfrute. Pero hay que saber hacerlo, claro. Esa es la dificultad. Saber apuntar sólo lo necesario y preciso para que el lector o espectador añada ya lo que considere a ese esqueleto escondido en la realidad que sólo el buen artista sabe mostrarnos, para que sobre él construyamos un bello trozo del mundo.

Francisco Núñez Roldán, escritor

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