Ganó la literatura, por Manuel Martín Hidalgo

foto Marina Tsvietaieva en revista literaria galeradas

foto Marina Tsvietaieva en revista literaria galeradas

GANÓ LA LITERATURA:

Hay una abismal diferencia entre política y literatura. La una es la ambición del poder «…ese poder fatuo del politiquillo que da prestigio a los tontos, arrogancia a los débiles, al modesto audacia, y al honrado desvergüenza»; la otra es el altruismo de la imaginación desbocada, la musicalidad de las palabras. Pero cuando el poder político avanza tanto en la sociedad que deriva en un régimen totalitario, la que sale marginada, anulada, es la literatura que no se pliega ni se presta a los cánones del poder.  

Pasó en la Alemania nazi, y, antes, con la Revolución bolchevique, en que tras la inicial ilusión con que fue acogido el cambio político por parte de la mayoría de los intelectuales y escritores rusos, pronto llegó la decepción. Con el nuevo régimen llegó, para los que no eran de los «suyos», la desesperanza, la incautación de sus bienes y, con ello el desarraigo, el exilio o la deportación a campos de concentración, cuando no la condena a muerte o la ejecución inmediata en los sótanos de las cárceles. Era un régimen que se apoderó y ordenó la vida del ciudadano en todos los aspectos de su vida, desde la propiedad individual hasta la manera de pensar y, sobre todo, lo que había que decir. Para ello fue creada la Unión de Escritores Soviéticos, un organismo encargado de imponer la reglamentación y la mordaza, de una forma especial en la literatura, y con la misión de disfrazar la realidad, a través de falsas palabras, de la represión que se escondía tras las puertas del llamado «paraíso soviético», cuyos dictados muchos escritores se negaron a seguir. Ante esta injerencia del estado soviético en la vida individual, hubo grupos de opositores que pagaron con sus vidas la transgresión de las normas oficiales porque, para ellos, «vivir era escribir y escribir era vivir».

Entre esos opositores destacan, por su valentía, unas mujeres que lucharon contra la policía del poder que las perseguía, contra su tiempo, contra la incomprensión, contra la delación de sus vecinos y contra todas esas fuerzas que intentaron destruirlas; contra el miedo y, algunas de ellas, contra sí mismas como Marina Tsvietaieva, (1892-1941). Nacida en el seno de una familia culta, su padre fue el fundador del Museo de Bellas Artes de Moscú. Ya desde la infancia comienza a escribir poemas y en 1912 se casa. Cuando estalla la Revolución de Octubre, tiene dos hijas. Amparada por el bienestar familiar se cree a salvo del huracán que se desencadena a su alrededor, que no tarda mucho en alcanzarla. Sus bienes son embargados y, de pronto, es considerada un «enemigo del pueblo». Ha perdido su condición individual, —lo peor que le puede ocurrir a un poeta— para convertirse en un eslabón del Estado. Anulada como persona, estrangulada como escritora, acorralada por sus orígenes burgueses, hambrienta —su hija, Irina, muere de inanición— y desposeída de todos los derechos, al del trabajo, al de la vivienda, subsistiendo por la caridad de otros amigos escritores, terminó quitándose la vida tras la ejecución de su marido y la nueva detención de su hija.

Unas mujeres que, desde el fondo de las ciénagas del gulag, donde fueron enterradas en vida, supieron escapar con sus espíritus libres a pesar de estar encerrados en cuerpos prisioneros, hambrientos y torturados de los que, sin embargo, no salieron quejidos, sino versos que el tirano no pudo acallar. Sus almas volaron libres sobre las alambradas y las torres de vigilancia de los campos, de los sótanos de tortura de las prisiones y de la total aniquilación como seres humanos sin derechos, o el total exterminio. Pero aquellas mujeres hicieron más, mucho más que sufrir y morir: fueron capaces de salvar las obras de otros, como Nadezhda Mandelshtam (1899-1980), que fue grande a la sombra de su marido, el poeta Osip Mandelshtan, prisionero durante tres años y luego muerto camino de un campo de concentración cerca de Vladivostok, por un nuevo arresto impuesto a simple capricho del tirano, apenas llegado a su casa del anterior. Nadezhda, aunque perseguida con saña por el N.K.V.D., pudo escapar y aprenderse de memoria la obra del poeta para después transcribirla y pudiera llegar hasta nosotros:

                             «Debo vivir, aunque esté dos veces muerto…»

Y en el otro cuaderno:

                                «… Infeliz aquel que, como su sombra,

                              Teme el ladrido y maldice el viento.

                              Y miserable aquel que, medio muerto,

                              Pide limosna a su propia sombra…»

Los recuerdos y las impresiones de aquel tiempo, hasta hace poco vedado a miradas ajenas, y su historia de amor con el poeta los dejó reflejado Nadhezda Mandletam  en su magnífico libro Contra toda esperanza.

Y hubo una tercera clase de escritores como Irène Némirovsky (1903-1942) que, despojada de todos los bienes de su padre, pudo escapar a Francia tras la Revolución Bolchevique, pero hasta allí, pocos años después llegó, en las alas de la poderosa Lutfwaffe y en los tanques de la Werhmacht, el mismo régimen de terror y donde, como en Rusia, le privaron de sus derechos, por judía. En Francia se producen los mismos actos miserables de almas ruines y de cobardía que en la Unión Soviética. Y, en medio de delaciones, detenciones y torturas muchos de los que escaparon del tirano del Este; el georgiano de gran mostacho, cayeron en manos del otro tirano, el del ridículo y recortado bigote; ambos enfermos de los mismos delirios y crueldad.

Detenida siendo ya una escritora famosa, fue enviada, en un principio, al campo francés de Pithiviers y al día siguiente fue deportada a Auschwitz y a Bikernau, donde muere. Poco después le seguirá su marido, pero serán sus hijas —Denise y Elisabhet— las que salvarán su obra más famosa: Suite francesa.  

Ayudadas por la tutora del colegio que las tuvo escondida, las dos niñas emprenden un largo camino hasta la casa de su abuela, que vivía holgadamente en una mansión en Niza. Pero la abuela, sin abriles la puerta, les dice que «si sus padres han muerto vayan al orfanato». Si la egoísta vieja hubiera dignado abrir a sus nietas, habría visto en sus ojos el color púrpura de la súplica infantil, del terror al desamparo al que eran lanzadas. ¡Qué nubes pasarían por sus ojos! ¿Qué temblores sacudirían sus pequeños corazones! ¡Cómo implorarían en silencio sus labios sellados, sintiendo que no tenían a nadie en el mundo!

Denise y Elisabhet, con su hambre, desconfiando de todos y huyendo de las miradas ajenas con su tristeza y abandono y con la maleta —que no abandonarían nunca— donde iba el manuscrito de su madre, volvieron a ponerse en camino en una huida en la que eran seguidas a dos pasos por los agentes de la cobarde y entregada Gendarmerie, que parecían no tener otra cosa más importante que detener a dos niñas judías mientras portaban una maleta.

Durante aquella época se apagó la luz que ilumina la razón para transformar el corazón del hombre en algo más que un lobo para otros hombres. Épocas, sin embargo, en medio de sus tortuosos días y noches de larga sombra, los «unos» perseguidos con saña por sus verdugos, ahogados por su falta de libertad, agobiados por la miseria o auto-destruidos por el alcohol, fueron capaces de sacar de lo más recóndito de sí mismos, para plasmar luego sobre el papel los sufrimientos infligidos por la intolerancia de los «otros» con una belleza literaria que parece imposible pudieran guardar en memorias tan castigadas. En todos estos regímenes totalitarios, estos hombres y mujeres, grandes escritores todos ellos a pesar del padecimiento físico de sus vidas, se empeñaron en vivir para que algún día tuviéramos sus obras en nuestras manos y vibraran nuestras almas con sus maravillosas páginas.

Además, fueron hombres que pertenecieron a esa generación de entreguerras que, sin moverse de su ciudad natal, pertenecieron primero al imperio austro-húngaro, a Rumania después, a Alemania, a la URSS y, por último, al país que los acogió… Uno de ellos se llamaba Gregor von Rezzori, otro Joseph Roth y Stefan Zweig un tercero.

Todo aquello pasó: la juventud, el dolor, la muerte de ambos tiranos, la caída del imperio soviético y del III Reich… pero las obras de estas mujeres y hombres permanecen gracias a la valentía y al esfuerzo de quienes las amaron. Nunca podremos entender como cuerpos tan débiles pudieron tener la valentía para enfrentarse a poderes tan despóticos y genocidas como el de Stalin y Hitler y la entereza que tuvieron para soportar tales sufrimientos.

Como dije al principio: ¡GANÓ LA  LITERATURA!

 

Manuel Martín Hidalgo

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